Desarmar un mito

La calidad educativa ¿depende solo de la formación docente?

Por Gonzalo Gutierrez

En los últimos años retornaron en Latinoamérica y Argentina discursos que, apelando a la profesionalización, responsabilizan a las y los docentes por los resultados de la enseñanza medidos en evaluaciones estandarizadas, sin considerar los límites técnicos-pedagógicos que poseen, ni las condiciones de escolarización existentes. De los resultados de dichas evaluaciones se derivan críticas hacia la escuela pública y propuestas de reforma de la enseñanza que garantizarían la calidad educativa, al articularse con modificaciones en regulaciones laborales, criterios de asignación salarial y dispositivos de formación docente. En esta perspectiva, la mejora de los aprendizajes se logra con políticas de formación, asociadas a mecanismos de incentivos económicos que precarizan el trabajo docente e instrumentalizan las relaciones con los saberes escolares. Asistimos, de este modo, a la conformación de políticas que exaltan la importancia docente en la mejora educativa a la vez que deprecian su salario; valoran su autonomía profesional como justificativo para desmontar dispositivos de acompañamiento al trabajo de enseñar; reconocen la complejidad de enseñar y permiten dar clases a voluntarios y profesionales sin formación pedagógica que integran ONGs, fundaciones y empresas.

Las propuestas neoliberales debilitan e instrumentalizan la relación con los saberes y desconocen la formación docente como un derecho.

En este artículo, interesa visibilizar los límites de las hipótesis sobre las cuales el gobierno nacional construye políticas docentes y su imposibilidad de mejorar la calidad educativa, si por ella entendemos que además del acceso, garantice la culminación de estudios con experiencias y aprendizajes socialmente valiosos. Plantearemos que las propuestas neoliberales debilitan e instrumentalizan la relación con los saberes y desconocen la formación docente como un derecho, poniendo en riesgo el derecho de las infancias y juventudes de acceder a una educación democrática y de calidad. Simultáneamente, esas políticas promueven procesos de mercantilización de la formación docente disociadas de las condiciones de trabajo escolar que debilitan la dimensión pública de la educación. Nos centraremos para ello en tres ejes: la mercantilización y banalización de los saberes; la hipótesis de causalidad entre formación docente y calidad educativa, y los límites de propuestas para incentivar económicamente las relaciones con el saber de las y los docentes. Finalmente, plantearemos algunas propuestas orientadas a la construcción de políticas de formación docente que articulen las dimensiones pedagógicas y laborales desde una perspectiva comprometida con el derecho social a la educación.

Mercantilización y banalización de los saberes

La preocupación oficial por la mejora de los aprendizajes escolares se acompañó con el desfinanciamiento educativo (que entre 2016 y 2019 disminuyó un 23% según la UNIPE), el despido de equipos ministeriales en programas socioeducativos, la suspensión de la distribución de bibliotecas y útiles escolares y el desmantelamiento del Instituto Nacional de Formación Docente (INFoD), pero también, de un cambio profundo en las demandas de saber hacia las y los docentes en los procesos de formación inicial y continua. Entre las consecuencias de este proceso, se destacan la progresiva mercantilización de la formación docente y la banalización de los saberes docentes necesarios para garantizar el derecho social a la educación. La primera de las consecuencias se refleja en la sustitución de funciones estatales hacia fundaciones y empresas nacionales e internacionales. Myriam Feldfeber junto a Miguel Duhalde (2016) mostraron en una investigación de CTERA cómo, en 2016, la Fundación Varkey -que cobra en dólares- comenzó a implementar junto al Ministerio de Educación y Deportes de la Nación y las provincias de Jujuy, Mendoza, Salta y Corrientes, el Programa de Liderazgo e Innovación Educativa (PLIE), dirigido a directivos de escuelas públicas. Otro ejemplo de progresiva mercantilización de la formación docente se observa en propuestas para reformar la enseñanza de Matemática (Método Singapur), que implican enlatados de publicaciones e instancias de formación sin diálogo con problemas e interrogantes producidos en las aulas. También puede mencionarse la empresa RobotGroup, financiada por el programa de Robótica del Consejo Federal de Ciencia y Tecnología 2016 (COFECYT), para la entrega de robots N6 Max y la formación docente a nivel nacional. A estas empresas se suman ONGs, como Proyecto Educar 2050, Asociación Conciencia, Enseña por Argentina, que ingresan a escuelas con jóvenes profesionales que ocupan cada vez más lugares docentes, por fuera de todo marco regulatorio, cobrando la mitad de su salario. En todos los casos, se evidencia la sustitución de equipos técnicos y convenios con universidades públicas, por empresas que ofrecen servicios de formación estandarizados, con independencia de las necesidades educativas de cada región y/o escuela
y cuyas autoridades en muchos casos se desempeñan como funcionarios públicos (Castellani Ana, 2019).

La banalización de los saberes pedagógicos se aprecia en propuestas de educación emocional y aportes de las neurociencias para enseñar, las cuales reducen las explicaciones sobre los procesos de escolarización al funcionamiento del cerebro y los estímulos que recibe. Ambas perspectivas, junto al discurso sobre capacidades profesionales docentes, configuran un discurso pedagógico donde quedan ausentes saberes sobre los objetos a enseñar y los procesos de aprendizaje movilizados. Así, por ejemplo, en la Resolución del Consejo Federal de Educación 337/18, el “Marco Referencial de Capacidades Profesionales de la Formación Docente Inicial” establece seis dimensiones y treinta capacidades que debería lograr un docente (sí, 30 capacidades). De este modo, emociones, biologicismo y formas de actuación docente medibles según las capacidades puestas en juego al enseñar, refuerzan una perspectiva individualista y eficientista sobre los procesos de escolarización, donde saberes instrumentales desplazan la centralidad de saberes pedagógicos y culturales a transmitir. Al respecto, Alejandra Birgin señala en una nota de este número de la revista educar en Córdoba, que el discurso de las capacidades, en su generalidad, podría ser aplicado a diferentes profesiones sin mayores problemas. En función de las cuestiones descriptas, es posible sostener que las actuales políticas educativas niegan la especificidad del saber pedagógico en la formación docente, reemplazándolo por saberes vinculados a perspectivas psicologicistas (educar en emociones) y biologicistas (neurociencias) por un lado, y a técnicas de animación de grupo (para hacer divertida la enseñanza), por el otro.

¿La calidad educativa se explica solo por la formación docente?

Durante los últimos años, las autoridades nacionales sostuvieron linealmente la relación entre calidad educativa, formación docente y aprendizajes. En 2017, el trunco proyecto de ley denominado Plan Maestro sostenía: “La experiencia internacional muestra que la calidad de la educación se define por la calidad de sus maestros y profesores”. En dicha operación discursiva, el Estado deja de ser garante y responsable de construir adecuadas condiciones para atender al derecho social a la educación, la formación docente se transforma en el principal factor explicativo de la calidad y la responsabilidad por los resultados escolares se localiza en los individuos (siempre en estado de sospecha): docentes, según logros de aprendizajes alcanzados; estudiantes, según esfuerzo y desempeños académicos; familias, según su apoyo a las escuelas.

Es interesante interrogarse sobre los supuestos de la afirmación: “La calidad educativa depende de la formación docente”, porque la noción de calidad no es homogénea y varía según desde dónde se enuncie. No es lo mismo hablar de calidad en un sistema donde escuelas, docentes y estudiantes compiten por fondos públicos: subsidios, premios salariales o sistemas de becas (el caso de Chile es el más claro), que hacerlo en uno donde el Estado garantiza similares oportunidades de aprendizaje, en condiciones laborales y de enseñanza justas. No es lo mismo la calidad en un sistema educativo como el finlandés, donde no existe la pobreza, se universalizó el acceso a la educación secundaria y cuenta con bajas tasas de desempleo, que hacerlo en un país como el nuestro, donde sucede todo lo contrario. Pero, además, sostener que la calidad depende de la formación docente, supone una relación causal según la cual, cuando uno o una enseña, el otro u otra aprende, aprende lo enseñado y en tiempos preestablecidos previamente. Sabemos que no es así, que los aprendizajes son diversos entre las y los estudiantes, tienen una temporalidad diferente a la enseñanza y que, en muchas ocasiones, se aprenden cosas diferentes a las enseñadas.

¿Esto significa que la calidad de la formación docente no es relevante? ¿Que primero se deben superar los condicionantes contextuales para luego avanzar en propuestas de formación docente? No. Argumentos de este tipo se alejan de la responsabilidad éticopolítica ineludible de transmitir nuestras herencias culturales como condición de relaciones pedagógicas democráticas. La formación docente representa, en este sentido, solo una variable entre otras, de una calidad educativa entendida como el compromiso por democratizar el acceso y apropiación de los bienes culturales de toda la población y en especial, de quienes se encuentran en situaciones de mayor desventaja social. Ello implica el despliegue y materialización de políticas públicas que reconozcan la educación como un derecho, garanticen su financiamiento y construyan estructuras de apoyo al trabajo de enseñar. La calidad, entonces, no se reduce a la medición de resultados, sino que implica generar condiciones de enseñanza que permitan mayor igualdad educativa. Esto requiere discutir las políticas de formación docente y sus articulaciones con la organización del trabajo escolar, pues consideramos que los dispositivos de formación deberían tener como núcleos, al menos, tres elementos: tiempos para el estudio; centralidad de los saberes disciplinares, pedagógicos y culturales; y modos de relación que posibiliten el desarrollo de disposiciones reflexivas para construir y revisar las prácticas de enseñanza.

En Defensa de la escuela. Una cuestión pública, Jan Masschelein y Marteen Simons (2014) señalan que ser docente implica hacer lugar al amor por el mundo y a las nuevas generaciones. Es decir, uno debe querer ese asunto que se enseña y tener un compromiso, una apuesta con quienes están allí en cada escuela, en cada aula; de lo contrario, habrá dificultades para trasmitir lo que no nos conmueva ni nos suscite interrogantes. Pero también, es necesario estar convencidos de que nuestras y nuestros estudiantes tienen derecho y necesidad de conocer y apropiarse de los saberes enseñados. Por esto, la relación de ellos y ellas con los saberes requiere de tiempos: para leer, pensar, estudiar, así como para dialogar, para escucharlos y escucharlas y para elaborar propuestas de enseñanza reflexivas. Cuando dichos tiempos no se contemplan en la organización del trabajo escolar se produce lo que Jan Masschelein y Marteen Simons (2014) describen como “(…) consecuencia irónica y extrema: el único tiempo que queda para ocuparse del amor a la enseñanza es el tiempo libre reivindicado fuera de las horas de trabajo…, las lecturas asignadas se convierten en lecturas de vacaciones y la rigurosa planificación de las clases pasa a ser un pasatiempo de fin de semana (…)” (pág.131). En este marco, es posible sostener que la producción y sostenimiento del amor hacia el mundo y las nuevas generaciones requiere de una organización del trabajo escolar donde existan tiempos laborales para pensar y aprender, en el marco de relaciones no coactivas con el saber, donde la relevancia del trabajo de enseñar no se reduzca a informes de evaluaciones estandarizadas.

¿La calidad educativa depende de incentivos económicos a la formación docente?

Un punto de discusión importante gira en torno al modo en que se construye ese tiempo de amor hacia el mundo, los saberes y las nuevas generaciones. ¿Es en el marco de procesos de trabajo regulados estatalmente? O ¿queda al arbitrio de las individualidades? A nivel regional, el Programa de Promoción de la Reforma Educativa en América Latina (PREAL), que depende de la Organización de Estados Iberoamericanos, planteó en su informe sobre Argentina El estado de las políticas públicas docentes. Recomendaciones para mejorar las políticas docentes (2018) lo siguiente: “La carrera estatal jerárquica con nulos incentivos a permanecer en el aula frente a alumno y con bonificaciones sólo por antigüedad, debería dar lugar a incentivos a la innovación, a la capacitación, y especialmente, a la responsabilidad por los resultados obtenidos. Esto implicaría modificaciones regulatorias sustantivas para que identidades docentes reflexivas e innovadoras superen al viejo modelo basado en el paso del tiempo”. Propuestas de este tipo desconocen la formación en servicio como un derecho laboral (para las y los docentes) y educativo (para familias y estudiantes de contar con las mejores propuestas de enseñanza), transfiriendo la responsabilidad de “actualización” a individuos más preocupados por obtener retribuciones económicas que por comprender y mejorar sus prácticas. En este sentido, creemos que “incentivar” la innovación por capacitación, diluyendo la responsabilidad estatal de su sostenimiento e implementación como parte del trabajo docente, cristaliza la mercantilización de la formación docente sin garantizar calidad educativa ni la mejora de los aprendizajes, pues se construye al margen de procesos e interrogantes surgidos al enseñar.

“Incentivar” la innovación por capacitación, diluyendo la responsabilidad estatal de su sostenimiento e implementación (…), cristaliza la mercantilización de la formación docente sin garantizar calidad educativa.

La hipótesis reduccionista entre formación docente y calidad educativa analizada se inscribe en intentos de transformar condiciones y formas de organizar el trabajo escolar. Así, por ejemplo, el informe de PREAL para Argentina en 2018 sostiene: ”La jornada laboral con múltiples formatos y dependiente del armado propio de cada docente, sin precisiones mínimas de tiempos y resultados, merece un proceso de simplificación en el que el empleador exprese con claridad cuál es la jornada laboral pretendida y qué salario retribuye por ella. Además, un calendario de salarios diferenciado podría ser atractivo para los maestros de mayor rendimiento y efecto demostración para potenciales educadores”. Una respuesta interesante a estos planteos ha dado Flavia Terigi al sostener: “(…) la idea de compensar diferencialmente trabajos de distinta calidad presenta importantes problemas. Por un lado, este tipo de compensaciones desconoce la variedad de una buena práctica docente y la complejidad de su evaluación (Perazza y Terigi, 2008). Por otro lado, el pago por mérito es inadecuado para trabajos basados en el conocimiento donde se requiere el desarrollo de actividades colaborativas y sostenidas en el tiempo. Finalmente, un problema no menor: desde la perspectiva del trabajo docente, se requiere que los sistemas aseguren que sean suficientemente buenos los desempeños de todos los maestros y profesores, pues resulta políticamente insostenible, en un marco de promoción de derechos educativos, aceptar una cuota de mala praxis o esperar que esta se autolimite porque no resulta rentable” (Carrera docente y políticas de desarrollo profesional. Colección Metas 2021, 2009, pág.91).

Este modo de concebir las articulaciones entre formación docente, calidad educativa y salarios, instrumentaliza la relación con los saberes pues no se precisa conocer para comprender, ni necesariamente se debe “conocer”, solo se demanda alcanzar resultados preestablecidos por el criterio de calidad educativa vigente, expresado en evaluaciones estandarizadas. Sin embargo, sabemos que un docente con curiosidad, que se plantea preguntas genuinas sobre el mundo, está en mejores condiciones de hacer ingresar a sus estudiantes en relaciones significativas con el saber, porque la transmisión no es un asunto técnico ni una secuencia de pasos preestablecidos, sino que implica un modo de relación con el mundo (Cahrlot, 2006). En este sentido, es posible interrogarse: ¿Qué modo de relación con el mundo establece una o un docente vinculado al saber de modo coactivo? ¿Qué posibilidad tienen las y los docentes de tensionar el modo coactivo de relación con el saber construido históricamente por la escuela secundaria que les demanda a sus estudiantes más de 100 instancias evaluativas al año, si él mismo se encuentra inmerso en una lógica similar de relación con el saber? Se produce así, una presión creciente hacia las y los docentes que, como señalan en forma aguda Maarten Simons y Jan Masschelein (2014) “(…) amenaza con erradicar entre los docentes el amor por el mundo (amor por la materia en tanto materia) y por los estudiantes” (pág.132).

Sobre los límites de pensar incentivos económicos en la formación docente, Terigi (2009) señala que análisis realizados por la OCDE (2004) para un conjunto de actividades profesionales, sugieren que la rentabilidad económica es un incentivo modesto para los individuos (especialmente con empleo) que tengan que formarse continuamente. Las y los docentes serían esa clase de individuos, por ello propone considerar la docencia como una profesión motivada tanto por remuneraciones, como por motivos válidos para sostener un proyecto de desarrollo profesional. Por ello, sostenemos la necesidad de generar dispositivos de formación concebidos como parte del trabajo de enseñar y por ende, como un derecho de docentes, familias y estudiantes a contar con la mejor educación posible. Es este un modo de superar miradas hacia la formación docente construidas desde lo que “falta” o está “ausente”, para asumirlas como espacios para tramitar interrogantes, necesidades y expectativas surgidos de las prácticas de enseñanza, es decir, del contenido del trabajo escolar.

Asumir la formación docente como parte del trabajo de enseñar

Hemos mostrado los límites de pensar causalmente la relación formación docente y calidad educativa, problematizando la hipótesis de mejora educativa según incentivos económicos individuales. Frente a ello, propusimos considerarla como dimensión del trabajo docente y al Estado como responsable de generar políticas que la reconozcan como un derecho y un bien público no mercantilizable. A continuación, interesa esbozar algunas propuestas que pueden enriquecer el debate público.

Sabemos que un buen y una buena docente requieren de una posición éticopolítica que reconozca la educación como un bien público al que tienen derecho sus estudiantes, así como de una sólida formación disciplinar, didáctica, cultural y política. Sin embargo, estos saberes pueden resultar insuficientes al momento de generar en la escuela mejores oportunidades de aprendizaje, si no se opera sobre las disposiciones que gobiernan las prácticas, y es allí donde no llegan las visiones eficientistas encarnadas por el neoliberalismo. Por ello, es necesario desarrollar modelos de formación docente que, haciendo foco en los saberes, tensionen representaciones y disposiciones que, de no alterarse, difícilmente den lugar a formas novedosas de trabajo didáctico, ancladas en el reconocimiento del “otro” como sujeto de derecho. Porque escuchar la palabra de las y los estudiantes; interpelar sus afirmaciones; interrogarse sobre las propias decisiones son modalidades de práctica que no dependen “solo” de cuánto se haya aprendido, leído o estudiado, sino de cómo se han desarrollado un conjunto de habilidades que son sociales, éticas y pedagógicas. Es de este modo como los dispositivos de formación tendrán mejores condiciones de contribuir a que las y los docentes recuperen o fortalezcan el amor por el conocimiento, la curiosidad y la sorpresa con respecto a aquellos saberes que enseñan, generando indirectamente mejores oportunidades de aprendizaje entre sus estudiantes. Parafraseando a Meirieu (2018), podríamos decir que al interior de los dispositivos de formación docente, se precisan generar modos de trabajo con el conocimiento que permitan pasar del deseo de saber (¿cómo hago?; ¿para qué me sirve?, etc.) al deseo de aprender, donde nos empecinamos en comprender, entender y aprender.

Los dispositivos de formación podrán recuperar el deseo de aprender en las y los docentes, en tanto se articulen con problemas e interrogantes surgidos del trabajo de enseñar, algo que no pueden hacer las perspectivas economicistas, porque para incrementar sus utilidades estandarizan sus propuestas con independencia de las realidades y necesidades docentes. No se trata entonces de establecer una cantidad de saberes o capacidades a dominar, ni de incentivar económicamente el logro de resultados educativos. Por el contrario, es necesario trabajar con pequeños núcleos de saberes en mayor profundidad, con más tiempo para su apropiación. Es decir, se deben promover entre las y los docentes modos de aprendizajes que Chevallard en Francia, y Dilma Fregona en Argentina, califican como lentos, que hacen posible encontrar el “sabor del saber” (Meirieu, 2019). De este modo, los dispositivos de formación podrán construir vínculos de confianza donde las y los docentes se permitan interrogarse públicamente
sobre sus propias prácticas. En esta perspectiva, los espacios de formación docente se transforman en ámbitos de encuentro entre saberes anclados en diferentes posiciones y experiencias educativas (docentes; formadores; autoridades; investigadores, etc.) que movilizan preguntas, explicaciones, pero también la experimentación, el desarrollo de actividades lúdicas y el trabajo en laboratorios. Es decir, posibilitan a las y los docentes fundar diálogos genuinos sobre sus propuestas de enseñanza en el marco de lógicas no coactivas de formación. Por ello, es necesario construir políticas educativas comprometidas con el desarrollo de dispositivos de formación pensados como estructuras que acompañen el trabajo escolar, reconociendo la enseñanza como el corazón del trabajo pedagógico. Cuando ello no sucede y la evaluación cobra centralidad mediante incentivos económicos, gana terreno la competencia entre escuelas, docentes y estudiantes por subsidios a proyectos, incentivos salariales y becas. Es allí donde se pone en jaque el derecho a aprender de las y los estudiantes, debilitándose los lazos de solidaridad y cooperación fundantes de una perspectiva democrática de la escolaridad. Es allí donde, como docentes, tenemos mucho por hacer colectivamente. •

educar en Córdoba | no 36 | Junio 2019 | Año XIV | ISSN 2346-9439
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