Entre las múltiples temáticas que se desprenden de la gestión directiva en las instituciones educativas, resulta importante recuperar su dimensión pedagógica. Claro que, dicho así, puede derivar en diversas interpretaciones o dejar abierto un sinnúmero de interrogantes. Es intención de este artículo presentar una posible comprensión de su contenido y dar cuenta del análisis que venimos compartiendo con colegas en el trabajo profesional[1].
Mirar…, pensar…, reflexionar sobre la escuela
La escuela es una de las instituciones surgidas en la modernidad que vive situaciones complejas, derivada de la coexistencia de procesos de transformación y de debilitamiento institucional (Dubeet, 2013). Al tiempo que se generan innovaciones, ya sean impulsadas por políticas ministeriales o por las iniciativas de los equipos docentes, es también objeto de fuertes críticas que ponen en duda su eficacia simbólica. Recibe el impacto de la sociedad, que demanda múltiples funciones junto a expresiones que debilitan la propia institucionalidad. Estamos transitando las primeras décadas del siglo XXI con una escuela que reinventa cotidianamente sus prácticas, junto a otras formas que conservan sus características históricas; todo ello, en procura de atender los contextos socioculturales y los sujetos pedagógicos que la habitan.
En estas dinámicas que ponen en tensión las fuerzas conservadoras y las fuerzas transformadoras del devenir institucional, quienes participamos desde dentro, involucrados con lo que en ellas sucede, nos debatimos en las reflexiones pedagógicas que fundamentan unas y otras formas del trabajo escolar. Es en ese sentido que proponemos centrarnos en lo específico de la escuela: su tarea formativa definida como la dimensión pedagógica.
Abordar la dimensión pedagógica de la escuela significa comprender que todo lo que acontece a su interior debiera ser considerado como una situación formativa para quienes en ellas participan. No nos referimos a la dimensión pedagógico didáctica, tal como supo definirse en los años 80, que remitía a una visión restringida de lo pedagógico a lo curricularizado.
Pensar los procesos de formación en la escuela implica reconocer su diversidad, complejidad e inacabamiento en relación a todos los sujetos involucrados.
Desde una perspectiva institucional amplia, pensar la escuela, mirar su devenir, analizar sus prácticas cotidianas –dentro y fuera del aula-, repasar los discursos e ideas que fundamentan las acciones, todo ello constituye el trabajo sobre la dimensión pedagógica de la escuela. Las preguntas acerca de la formación guían estas tareas: ¿Qué estamos transmitiendo? ¿Cómo estamos mostrando este mundo a los niños y jóvenes? ¿Qué disposiciones estamos propiciando en esta escuela? ¿Qué disposiciones quedan excluidas del proceso formativo? ¿Qué nos dicen los niños y jóvenes acerca de aquello que reciben? ¿Cómo se logran las finalidades educativas de esta escuela? ¿Se aproximan los discursos a las acciones? ¿Qué prácticas escolares resultan satisfactorias y por qué?
Se trata de revisitar la escuela, tal como nos propone Sandra Nicastro (2006), mirar, reflexionar, analizar su acontecer cotidiano, para fundamentar las intencionalidades expresadas y ajustar su coherencia con el accionar desplegado. Es en tal sentido que sostenemos el análisis de la dimensión pedagógica de la escuela, focalizando las intencionalidades en sus procesos formativos.
A propósito de la formación
Reconocemos la formación como una actividad y un proceso permanente que se despliega en las instituciones educativas y que acontece en quienes la habitan. Es común considerar que se trata de la labor más reconocida de las escuelas para con los niños, jóvenes y adultos que concurren a ella, pero no lo es de la misma manera cuando nos referimos a quienes asumen la responsabilidad de la tarea de educar. O sea, si pensamos en quienes hacen la escuela: docentes, preceptores, coordinadores, equipos técnicos e incluso sus directivos, nos encontramos con ciertas expresiones que aluden a un proceso concluido, supone que al asumir su cargo un docente “ya está formado”; ha adquirido todo aquello que le exige el ejercicio de la profesión. Este supuestonremite a la existencia de un formato, molde o modelo al que ajustarse; significa adoptar una determinada manera de actuar para cumplir con ciertas tareas, para ejercer un oficio,que luego podrá perfeccionarse (Ferry, 1997).
El concepto de formación desde el que estamos trabajando, difiere de tal apreciación y sostiene su incompletud e inacabamiento, poniendo en discusión su carácter modélico. Si entendemos la formación como un movimiento de ajuste o de acomodación a una forma predeterminada, estamos replicando la idea de educación como fabricación. Por lo tanto, pensar los procesos de formación en la escuela implica reconocer su diversidad, complejidad e inacabamiento en relación a todos los sujetos involucrados. No cabe duda de que es parte de la responsabilidad de quien se ocupa de la gestión directiva conocer e intervenir en el conjunto de procesos formativos que la escuela ofrece a los estudiantes; siendo una tarea colectiva asumida por el conjunto de los docentes.
Por otra parte, si pensamos en quienes se ocupan de la tarea de educar, las incertidumbres se actualizan y demandan cada vez más revisiones sobre los saberes consolidados. Los docentes y directivos, de diversas maneras, continúan su formación inicial poniendo en diálogo permanente su propia práctica con el saber experto, con las experiencias de otros docentes y con la investigación educativa. Por todo lo dicho hasta aquí, sostenemos que la formación, en tanto tarea central de la escuela, constituye un proceso altamente complejo que demanda de la participación y reflexión permanente para su reconstrucción colectiva.
Formación de equipos docentes desde la gestión directiva
La formación específica para acceder a los cargos directivostiene escaso desarrollo y durante muchotiempo, prevaleció como único criterio la antigüedad docente,lo cual suponía una equivalencia entre ser buendocente y reunir condiciones para dirigir la escuela,dada cierta acumulación de experiencia. Hoy no cabendudas sobre las exigencias específicas que plantea lagestión directiva y la necesidad de desarrollar disposicionesparticulares y diferentes a la tarea áulica. En losúltimos años, se han producido cambios significativosen las modalidades de acceso a los cargos de gestión,junto a políticas de formación orientadas a quienes seproyectan para ello.En el modelo normalista que configuró la identidad docente de nuestro país, destacando la figura del maestro como ejemplo de conducta, el director o la directora de escuela debía reunir determinadas características para “que se destaque su figura como entidad superior”[2]. Desde una perspectiva organizacional verticalista y jerárquica, la tarea de orientar a los docentes en su trabajo áulico estaba incluida entre las responsabilidades de la dirección, con los rasgos propios de la pedagogía normalista. El relato de Beatriz Sarlo sobre Rosita del Río, ilustra claramente esta posición. Así lo describe:
Durante el primer año que yo fui directora, no observé ninguna clase, sino al revés. Llamaba por turno una vez por semana o por quincena, a cada una de las maestras y les preguntaba cuáles eran los temas del día siguiente. Entonces les decía: “Muy bien, mañana la clase de Historia o de Lengua o de Lectura, la voy a dar yo. Ud. despreocúpese”. Y llegaba yo a la escuela con material didáctico nuevo, preparado por mí, que luego quedaba para el uso de todos y daba la clase, sin cartilla, hecha de preguntas a los alumnos que les permitiera razonar, sacar conclusiones, escribir esas conclusiones en los cuadernos. Las clases de cualquier tema tenían que servir para que al final de la hora escribieran sus resúmenes propios en el cuaderno y para que leyeran siempre alguna lectura alusiva, que estuviera en el libro de lectura o en otros libros. Las maestras observaban la clase y así aprendían que no tenían que recitar, que no tenían que mecanizar, que tenían que pensar para cada tema una forma de exposición propia, que tenían que saber usar las láminas, el pizarrón, el material didáctico, reagrupar a los chicos, sentarlos como mejor conviniese a la clase, sacarlos al patio si allí podían hacer alguna observación o si necesitaban más espacio para una actividad. Un chico entretenido es un chico que aprende y un chico entretenido que aprende está en silencio.
Si bien la tarea áulica sigue incorporada en las preocupaciones de la gestión directiva y plantea demandas específicas, cabe ampliar la mirada para orientarse hacia una formación integral de los equipos docentes. Implica expandir el espacio y romper con la perspectiva modélica, en la que el director o directora es el ejemplo a imitar. Más bien, debiera pensarse en relación a los diversos escenarios de actuación de los docentes y en una dinámica institucional de reflexión colectiva sobre las intencionalidades, las condiciones de posibilidad y las decisiones adoptadas.
Consideramos que no se trata de sumar más actividades de las que ya desarrollan los directivos, sino de teñir de intencionalidades formativas a muchas tareas que se concretan en la vida cotidiana de la escuela. Muchos y variados son los espacios que posibilitan acciones formativas. Entre ellos, podemos revisar el momento de inserción en la escuela de los docente nóveles, las conversaciones en la sala de profesores, la valoración y devolución de las planificaciones, la resolución de situaciones problemáticas, la socialización de experiencias educativas significativas, entre otros. En todas estas situaciones se pueden visibilizar y tematizar los saberes que atraviesan sus configuraciones, en un debate colectivo que permita poner en tensión las certezas históricas en diálogo con las exigencias contextuales. Preguntas como ¿por qué hacemos lo que hacemos de tal o cual manera?, nos permiten habilitar el debate, el análisis, las argumentaciones que sostienen su permanencia o transformación.
Se requiere de una gestión directiva que habilite los intercambios, reconociendo los saberes que cada uno transmite, portando experiencias, tradiciones, historias y anhelos.
Es así como sostenemos que pensar y gestionar la escuela, fortaleciendo su dimensión pedagógica, implica asumir la formación permanente de los equipos docentes, a través de los diversos espacios y habilitando las dinámicas reflexivas sobre la propia práctica. Para ello, se necesita reconocer explícitamente el ámbito escolar como un espacio de formación continua e incorporar la profesionalización docente en las tareas de gestión directiva. Recordemos, finalmente, que los equipos directivos tienen a su cargo la supervisión, el acompañamiento y la intervención sobre el trabajo escolar para que se logren los resultados esperados. El control de lo que sucede en la escuela es parte de su responsabilidad. Sin embargo, ello no excluye la posibilidad de desplegar las acciones formativas; solo requiere de un movimiento que subsuma el control a los procesos de construcción colectiva, en los que la apropiación de un modo de hacer la tarea abona la experticia de quienes participan. Se trata de desplazar el control por un momento y dar paso a procesos de reflexión colectivos y situados, impulsados desde la gestión directiva.
Una conclusión para el debate
Seguramente todo director que repase su práctica cotidiana encontrará acciones, situaciones y prácticas formativas desplegadas para con los estudiantes y para con sus equipos docentes; quizás no siempre con la visibilidad o explicitación suficiente, aunque no menos significativas.
La dimensión pedagógica de la gestión directiva se expresa en la tarea cotidiana, asumiendo múltiples formatos e integrando el trabajo compartido de quienes hacemos escuela. Ante el debilitamiento de las certezas pedagógicas modernas, resulta necesaria la reflexión y el debate colectivo para la emergencia de nuevos saberes pedagógicos. Se requiere de una gestión directiva que habilite los intercambios, reconociendo los saberes que cada uno transmite, portando experiencias, tradiciones, historias y anhelos.
Como nos planteara Simón Rodríguez, se trata de inventar o errar. El gran pedagogo latinoamericano señalaba que la alternativa era, de un lado, la creación, la invención, el pensamiento, la vida, la libertad, y del otro, la reproducción, el error, la imitación, la opinión, el servilismo. La primera es hacer escuela, es lo que se necesita para que existan escuelas en América; la segunda es la más frecuente de encontrar en las escuelas y requiere ser transformada. Hacer escuela re-creando, inventando es el modo de avanzar en su transformación. •
* Magister en Ciencia Sociales. Profesora de Educación Preescolar (Escuela Normal Superior A. Carbó); Profesora y Licenciada en Ciencias de la Educación, de la Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC. Docente e investigadora en la Cátedra de Pedagogía de la Escuela de Ciencias de la Educación y en la actualidad, se desempeña como directora de la misma institución.
[1] El uso del plural adoptado para esta nota de mi autoría, pretende recuperar las voces de los colegas con quienes compartimos el trabajo profesional de muchos años en diversos espacios laborales.
2] En el año 1920, en la revista Monitor de la Educación, un director de escuela ambulante, Cornelio Moyano, publicó un decálogo pedagógico para director de escuela pública, en el que se exponían diez principios sobre cómo debía realizar su tarea, para asumir su jerarquía. Un ejemplo del modelo directivo normalista.
Referencias bibliográficas
Dubet, F. (2013) El declive de la Institución. Profesiones, sujetos e individuos en la Modernidad. Edit. Gedisa – España.
Nicastro, S. (2006) Revisitar la mirada sobre la escuela. Exploraciones acerca de lo ya sabido. Homo Sapiens Ediciones. Buenos Aires.
Ferry, G. (1997) Pedagogía de la Formación. Edit. Novedades Educativas. Universidad Nacional de Buenos Aires.
educar en Córdoba | no 36 | Junio 2019 | Año XIV | ISSN 2346-9439