Editorial

Seguimos aprendiendo

Juan B. Monserrat

“O inventamos o erramos” supo decir Simón Rodríguez, el pedagogo de Simón Bolívar, en tiempos de luchas por la liberación de los pueblos latinoamericanos; una voz de aliento, una exhortación para no decaer, para seguir pensando nuevas estrategias, otros modos, para tomar posición y abordar con convicción y valentía decisiones difíciles, complejas, vinculadas a pensarse con un destino común.

Tensiones, dudas y esfuerzos puestas en movimiento. No quedarse, reinventarse, descubrir y descubrirse en las cosas nuevas que hay que poner en marcha para sostener la decisión de desafiar el orden colonial; inventar, crear nuevas herramientas, identificar las dificultades, reconocer nuevas estrategias, sostener la rebeldía frente a lo dado, a lo instituido, a lo que debe ser, para avanzar en una propuesta de organización social, económica y cultural que dé cuenta de nuevos ejes de construcción ciudadana, en consonancia con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad promovidos por la Revolución Francesa.

Para que este proceso se llevara adelante, no solo se debía contar con un acumulado de ideas que estaban germinando un nuevo orden; era imprescindible, también, una coordenada de tiempo y espacio, donde lo establecido comenzase a resquebrajarse al no ser posible sostener, de manera estable, una organización societaria legitimada en privilegios monárquicos.

Estos principios de organización social, de articulación de miradas a veces distintas y otras veces complementarias, siguen presentes hasta el día de hoy, conviven, están permanentemente interactuando, en ocasiones como antagónicos y otras como complementarios. Donde hubo revolución, esta latente la restauración. La historia de la humanidad tal vez sea simplemente eso, cuán lejos o cerca estamos de la libertad, la igualdad y la fraternidad; cómo se articulan estos principios y cómo se presentan en épocas y contextos históricos diferentes.

En tiempos de conquista y colonización de nuestra América, quienes debían llevar adelante la labor de imponer las ideas del imperio, además de poner en marcha un terrible proceso de guerra, odio, terror y muerte, tenían que dominar a quienes habitaban este continente, y para ello nada mejor que destruir lo que estaba construido, desde sus hogares hasta sus templos. Para que no hubiese duda de que se construía un nuevo orden, el nuevo dios no se erigía al costado, sino sobre los templos de los vencidos. Luego, vendría la razón principal de la conquista: el saqueo, para despojar a los vencidos de sus derechos, sus bienes, su cultura y su historia. A partir del mes de diciembre pasado, la conducción del Estado nacional ha cambiado. No es solo un nuevo presidente, es también un cambio conceptual del rol que debe cumplir el Estado y la función que debe tener la educación en la etapa histórica que estamos viviendo. Las nuevas autoridades del área de Educación tienen otras formas de mirar el mundo y de ver la realidad, otras prioridades y otras preocupaciones. En cada decisión de gobierno, en cada política pública, en cada ley sancionada definen ganadores y perdedores, privilegian unos intereses sobre otros, definen beneficiados y perjudicados.

Para nosotros, la valoración acerca de la eficiencia y la eficacia del Estado es cuán lejos o cerca estamos de lograr más derechos para los niños, niñas y jóvenes, cuánto se ha preocupado y ocupado el Estado y la política pública por alcanzar mejores resultados de aprendizajes, mayor calidad e inclusión educativa, qué aportes hemos logrado desde la escuela a la mejor distribución de saberes, generando mayores oportunidades de justicia social y educativa. En definitiva, qué tan justa es la política pública para equilibrar oportunidades, para garantizar y ampliar derechos.

Quitarle recursos al Estado y trasladarlo a otros sectores, dejar de hacer lo que el Estado debe garantizar en su función indelegable, es debilitarlo en su rol de articulador social. Con este repliegue del Estado aparecen con fuerza otros actores, como fundaciones y ONG que pretenden reemplazan al Estado, sustituyendo su responsabilidad como garante de una educación de calidad para todos los niños, niñas y jóvenes. Estos procesos son parte de una tendencia cada vez más acentuada de mercantilización del conocimiento, que no es nuevo, está presente en todo el mundo y en todas las áreas del Estado.

El individualismo, la competencia entre alumnos, entre escuelas, y el mérito son solo algunas referencias que se intentan promover como nuevos articuladores de la educación de calidad. Esta mirada de la sociedad y de la escuela adquiere relevancia e interpela a la anterior. Es una constante, son antagónicas y al mismo tiempo, complementarias; existen en la labor diaria, disputan el sentido de habitar el mundo y la escuela. En cada obstáculo que se presenta, también hay un sentido en cómo se lo identifica, cómo se lo encara y cómo se lo resuelve, y en esa decisión pueden o no acentuarse desigualdades escolares y sociales.

Hay una motivación constante acerca del rol que tiene y que debe tener la escuela. Ideas y conceptos que logramos instalar en esa caja de resonancia que es nuestro lugar de trabajo. La igualdad y la inclusión fueron sumados como desafíos a analizar, como metas a lograr, también como prejuicios a vencer. Cómo hacerlo, de qué manera, qué nos hace falta para alcanzarlo, son algunas de las preguntas que sonaron fuerte en las salas de maestros y profesores.

Programas, libros, computadoras, softwares, proyectos, ferias podían verse como formando parte de un apoyo indispensable a nuestra labor docente, que necesitaba y necesita de nuevas miradas y nuevos actores, de formatos más creativos que intenten entusiasmar a los alumnos y a nosotros mismos, agregando valor a nuestro esfuerzo; pero también sumando la esperanza de un Estado presente que asiste y atiende las dificultades, ayudando a mejorar, apostando a fortalecer la escuela, que sigue ahí, con sus rituales, sus formatos, con sus currículums, sus circulares, con sus formas y formaciones, con sus recreos, ciclos, grados y cursos, mientras los alumnos la desafían.

La sociedad no es la misma, los que conducen el país tampoco, las infancias y la juventud menos aún, y el dispositivo escolar, si bien no se ha modificado en sus formas, se está transformando en su esencia, por el peso de todas estas realidades. La sociedad espera que la escuela sea el templo de una esperanza renovada para que los niños, niñas y jóvenes adquieran herramientas válidas para un mundo que cambia, y que se supone debe ser mejor al que estamos habitando.

Frente a los nuevos desafíos, hay una marcada tendencia a enunciar una generalización de que la educación está en crisis. Al mismo tiempo, esa mirada pesimista se contrapone con la valoración social de la educación como la herramienta necesaria, garantizada por el Estado, para dar oportunidades y posibilidades.

El escenario es complejo, porque se intenta imponer un sentido común que ponga en duda las perspectivas de igualdad y solidaridad; se pone en duda la importancia del Estado como garante de derechos educativos y se intenta degradar los logros que hemos alcanzado en términos de inclusión educativa.

En la defensa de la escuela pública está la opción más válida para construir un mundo más justo, donde el reconocimiento y el mérito de cada ciudadano no impliquen profundizar las desigualdades ni fortalecer el individualismo, sino todo lo contrario; la escuela debe ser el lugar donde se promociona e impulsa la formación de ciudadanos críticos en lugar de clientes y consumidores. Defendemos la escuela pública y el trabajo docente porque asumimos que nuestra sociedad será más democrática si construye más oportunidades y derechos educativos y sostiene la apuesta por la justicia social.

Aprendimos del Maestro Simón Rodríguez. En este tiempo que nos interpela y desafía, pongamos en marcha sus enseñanzas.

educar en Córdoba | no 33 | Septiembre 2016 | Año XI | ISSN 2346-9439
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