La escuela vale la pena

Aportes para democratizar sentidos en torno a la calidad educativa

Por Gonzalo Gutierrez (*)

(*) Director del ICIEC-UEPC

En Argentina, las desigualdades sociales se han profundizado durante los últimos años y tienen su correlato en la generación de desigualdades educativas, en un sistema que durante las últimas tres décadas incluyó más estudiantes, actualizó su currículum incorporando nuevos saberes escolares y renovó sus perspectivas didácticas. Frente a esta situación, algunos análisis reducen su mirada sobre la calidad a lo informado por evaluaciones estandarizadas. En sus interpretaciones, disocian lo social de lo educativo y valoran como catastrófico el trabajo de las escuelas. Ello se refleja en titulares periodísticos y en títulos de libros publicados antes, durante y después de la pandemia, tales como: La tragedia educativa (G. Jaim Etcheverry; 1999); El desorden de la educación y El colapso de la Educación (Mariano Narodowski; 2004, 2018); La gran estafa (Guillermina Tiramonti; 2021), por nombrar solo algunos. Desde estos planteos se sostiene que “cada vez culminan sus estudios menos estudiantes”; y que “cada vez se aprende menos en la escuela”; “con la pandemia se han perdido dos años de aprendizajes”; “se ha producido una alta desconexión de estudiantes durante la pandemia que no se han recuperado”. Estos cuestionamientos radicales a la educación y en particular a la escuela, colocan en una situación de déficit permanente al trabajo de enseñar y poseen tres características:

  • Descontextualizan los procesos históricos y la trama de condiciones y relaciones sobre las que se sostiene la escolaridad, por lo que sus interpretaciones toman la forma de reduccionismos analíticos que no logran explicar ni comprender qué sucede en las escuelas.
  • Hacen de casos particulares -lo que sucede en una escuela, en un aula, con un grupo de estudiantes-, un caso universal de lo que sucedería en todo el sistema educativo.
  • Toman al pasado como la referencia central para considerar la calidad educativa, señalando que la escuela “de antes” era mejor que la actual, aunque sin precisar a qué período se refieren.

Sin embargo, estas críticas radicales se enfrentan con dificultades argumentales para atender ciertos interrogantes: ¿Cómo explicar el mayor acceso a la escolaridad, junto a la renovación y complejización de saberes escolares a enseñar y la introducción de nuevas perspectivas didácticas, en un sistema educativo de “poca calidad”, en el que cada vez se aprende menos? ¿Cómo explicar que -frente a una escuela aburrida donde se enseña igual que en el siglo XIX y se aprende menos que antes- cotidianamente las familias de nuestro país envíen a sus hijas e hijos, más de 14 millones de estudiantes, al encuentro con más de dos millones de docentes? ¿Qué tipo de calidad educativa es aquella que pide mejores desempeños y mayor continuidad pedagógica en un escenario donde se profundizan las desigualdades sociales e incrementa la pobreza de las infancias y juventudes? ¿Es posible sostener la escolaridad masiva en cada escuela, sin relaciones de confianza cotidianamente fabricadas, renovadas y sostenidas en cada comunidad escolar?

Sostener que estamos frente a una situación terminal del sistema educativo contradice lo que sucede en las aulas, se impide reconocer que la escuela actual, aun con sus dificultades y las profundas desigualdades que la habitan, vale la pena en tanto continúa siendo el mejor lugar para las infancias y juventudes, que encuentran en ella un espacio de cuidado y enseñanza que los reconoce como sujetos de derecho. En este sentido, cobra relevancia señalar que recurrir a la escuela del pasado como horizonte de calidad educativa a recuperar, esconde principios de selectividad y exclusión sobre los que se asentaba e invisibiliza sus logros actuales.

Afirmar que la escuela actual es preferible a la de tiempos anteriores no implica renunciar a considerar que debe ser aun más inclusiva y menos desigual. Es decir, poner en valor la educación pública y el trabajo docente no desconoce la existencia de profundas e ilegítimas desigualdades sociales y educativas. No se aprende en la escuela todo lo que quisiéramos, no culminan la educación obligatoria en tiempo y forma la totalidad de quienes acceden a la escolaridad, las posibilidades de continuar con estudios superiores se encuentran muy desigualmente distribuidas, no existen ofertas educativas similares en todos los lugares del país, ni cuentan todas las escuelas con los mismos recursos para enseñar: libros, computadoras, conectividad, instalaciones edilicias adecuadas.

Las desigualdades sociales son el problema, y estas suelen transformarse en desigualdades educativas. Es contra ambas que la escuela se debate cotidianamente. Su existencia genera un espacio y tiempo de igualdad (Masschelein y Simons; 2014) a infancias y juventudes que transforma en estudiantes, con un tiempo libre y liberado de las relaciones de producción y reproducción familiar y laboral, ofreciéndoles nuevos horizontes de futuro y, en ese marco, tensionando desigualdades preexistentes.

…recurrir a la escuela del pasado como horizonte de calidad educativa a recuperar, esconde principios de selectividad y exclusión sobre los que se asentaba e invisibiliza sus logros

¿La escuela de antes era menos desigual y de mayor calidad que la actual?

La educación de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que suele ser valorada como parte de una etapa dorada en Argentina, era fuertemente criticada por sus contemporáneos, quienes veían que en la inclusión e integración lenta y precaria que se construía, se perdía lo que hoy ciertos sectores en la actualidad llaman calidad educativa. Sin embargo, desde una perspectiva histórica, podemos apreciar que en las primeras décadas de nuestro sistema educativo, allí donde se fueron consiguiendo nuevos pisos de igualdad, se configuraron otras desigualdades, nuevas y diferentes a las anteriores. Veamos algunos ejemplos:

  1. Entre 1890 y 1930 se produce lo que se conoce como feminización de la docencia. Las mujeres eran incorporadas a la docencia, pero se les pagaba menos que a los varones, no se les permitía dirigir escuelas medias y se proponía que enseñaran solo en los primeros años. Podemos pensar en Leopoldo Lugones (Didáctica, 1910), o Manuel Gálvez (La Maestra Normal, 1921), quienes sostenían que la educación pública estaba en una crisis terminal por el acceso creciente de mujeres a la enseñanza.
  2. La escuela primaria surgida de la Ley 1420, que podríamos llamar inclusiva por su obligatoriedad, tendía a borrar las particularidades sociales. La inclusión se daba a costa de la homogeneización y la escuela secundaria, a la vez que ofrecía una formación orientada a la continuidad de estudios superiores, era fuertemente selectiva y se encontraba profundamente desarticulada de las lógicas del trabajo y los contextos regionales.
  3. Los programas escolares, el currículum, era -siguiendo a R.W.Connell (1999)-, profundamente injusto, se mostraba desde un único punto de vista y dejaba afuera la perspectiva de las mujeres, las y los pobres, los pueblos originarios y afrodescendientes, junto a sectores rurales entre otros.
  4. El trabajo docente, y en este marco, las condiciones para enseñar estaban fuertemente diluidas. El ingreso, el acceso, la permanencia y el ascenso en la carrera docente dependían de prebendas políticas. Recién a fines de la década del 50 y principios de los 60, con la sanción e implementación de los estatutos docentes, el saber pedagógico fue reconocido como condición para definir el acceso, la estabilidad y el ascenso docente.
  5. La deserción escolar se explicaba como un problema de las y los estudiantes, que no se adaptaban a la organización escolar o que no tenían las condiciones adecuadas para aprender.
  6. La pregunta por los aprendizajes se formulaba al interior de las aulas, pero no existían políticas que miraran los desempeños escolares. Será recién entre fines de 1980 y principios de 1990 cuando comenzarán a implementarse evaluaciones estandarizadas de carácter nacional.
  7. La participación estudiantil en las dinámicas institucionales fue criticada e incluso prohibida durante largos períodos. Fue con el retorno a la democracia que comenzaron a renovarse los mecanismos institucionales de participación con centros de estudiantes y consejos escolares, aunque aún existen fuertes debates en torno a los alcances que esta participación debería tener.

La escuela de antes si por algo se caracterizaba, era por la presencia de desigualdades y arbitrariedades profundamente naturalizadas, y muchas de ellas, perpetuadas. Una perspectiva histórica y pedagógica permite apreciar que la escuela de antes no era “mejor” que la de ahora, en tanto las desigualdades y arbitrariedades educativas ya no son legítimas ni se explican por “incapacidades” de nuestras y nuestros estudiantes. Sabemos, además, que los desafíos políticos, relativos a cómo entender el derecho social a la educación, se articulan con desafíos de carácter didáctico que hemos asumido como propios, centrados en cómo hacer para lograr la máxima comeniana de enseñar todo a todos.

¿Cuánta igualdad educativa podemos pedirle a una sociedad cada vez más desigual?

Frente a las críticas radicalizadas a la educación y considerando la profunda desigualdad existente en nuestra sociedad, podemos preguntarnos ¿cuánta igualdad educativa y qué tipo de calidad podemos pedirle a una sociedad cada vez más desigual?; ¿se puede pensar la calidad educativa en los mismos términos en una sociedad igualitaria que en una sociedad profundamente desigual? ¿Qué tan justa puede ser una sociedad que valore la educación solo por lo medible en evaluaciones estandarizadas, sin reconocer otros aspectos de relevancia, como la construcción de experiencias de dignidad, producidas en las escuelas y la formación en prácticas ciudadanas democráticas?

Las críticas radicalizadas a la educación en nombre de su preocupación por la calidad educativa ocultan los efectos selectivos y poco democráticos de sus propuestas: menor financiamiento educativo por parte del Estado; privatización de la producción didáctico-pedagógica para orientar la enseñanza; banalización del trabajo con los saberes escolares; disminución de los espacios de participación de estudiantes y familias en decisiones institucionales y la priorización de la evaluación como mecanismo regulador de relaciones pedagógicas asentadas en el principio del mérito que, al desatender las desigualdades sociales existentes, naturaliza las desigualdades escolares, interpretándolas como consecuencias de lo que hacen -o no hacen- estudiantes y familias. Frente a estas perspectivas pedagógicas instrumentales, es necesario ampliar los modos de entender la noción de calidad, reconociendo y valorando de modo integral la educación pública, por la función que cumple en la formación de una ciudadanía democrática y participativa. Es decir, dejando de reducirla a lo medible en evaluaciones estandarizadas que, aunque necesarias, son insuficientes para conocer el grado de justicia educativa producido en el sistema educativo.

…el acceso a los principales saberes movilizados en la escuela precisa ser reconocido como un medio para la formación ciudadana, y no como un fin en sí mismo

Una educación de calidad será aquella en la que todas y todos los estudiantes -además de acceder a la escuela-, puedan apropiarse de valores comprometidos con el cuidado del medioambiente, las formas democráticas de participación social, el respeto por las diferencias culturales y de género, así como el rechazo a las desigualdades socioeconómicas que deshumanizan la sociedad. En ese marco, el acceso a los principales saberes movilizados en la escuela precisa ser reconocido como un medio para la formación ciudadana, y no como un fin en sí mismo. Estamos en la escuela para aprender a leer, escribir, hacer operaciones, conocer nuestra historia, acceder a diversas expresiones culturales y tecnológico-digitales, como parte de un proceso de formación ciudadana que requiere de dichos saberes y no porque estemos especializándonos en ellos. Es por ese motivo que reducir la mirada sobre la calidad educativa a lo informado por evaluaciones estandarizadas, es insuficiente para comprender lo que en su interior sucede.

La pandemia mostró que en la escuela las cosas se pueden hacer de otros modos, que las y los docentes elaboraron importantes innovaciones para enseñar y generar lazos con sus estudiantes, que les posibilitaron sostenerse en la escolaridad y aprender. En este sentido, no resulta menor que -pandemia mediante-, la comparación entre 2019-2021 muestre que la matrícula en nivel primario se sostuvo (+0,5%) y creció en secundaria (+3,5%) ¿Podríamos decir que un sistema de poca calidad logra sostener la escolaridad de sus estudiantes en años de tanta discontinuidad pedagógica como durante 2020 y 2021? Ese es un logro de las familias, que reconocen la relevancia de la educación, pero también del trabajo invisible de millones de docentes a lo largo y ancho del país que, con y sin condiciones, sostuvieron los lazos educativos, miraron a sus estudiantes, se comunicaron con ellas y ellos, enseñaron y, de ese modo, evitaron su desconexión total. Claro está, los aprendizajes medidos por evaluaciones estandarizadas nos hablan de estancamiento y descenso de los desempeños con profundización de las desigualdades. Sin minimizar esta situación, es preciso señalar que esta escuela que aloja, contiene, sostiene el lazo y se cuestiona sobre cómo hacer para que todas y todos aprendan, es mucho más interesante que la que teníamos a principios del siglo XX y por qué no, de mayor calidad también.

Desafíos

Entre los desafíos pendientes para sostener una educación de calidad, comprometida con la disminución de las desigualdades educativas, se precisa:

  1. Disminuir las desigualdades sociales. Si se sostienen los actuales niveles de pobreza, las mejores condiciones de escolarización serán insuficientes para construir una educación de calidad, donde se pueda enseñar y aprender. Las mejores alternativas institucionales, pedagógicas y didácticas cotidianamente construidas en las escuelas tensionan las desigualdades preexistentes y abren nuevos horizontes de futuro, pero no solucionan los problemas de igualdad que como sociedad debemos resolver.
  2. Superar el desacople entre modelo pedagógico propuesto y modelo laboral vigente. Planificar colectivamente, sostener propuestas de trabajo con la comunidad, acompañar las trayectorias de escolarización, son prácticas pedagógicas que precisan ser reconocidas como parte del tiempo laboral. Por ello, es preciso avanzar en modos de contratación donde el tiempo laboral frente a estudiantes sea solo una parte de la jornada de trabajo docente, de modo tal que el resto del conjunto de demandas pedagógicas realizadas por el Estado queden comprendidas en su marco laboral.
  3. Fortalecer las condiciones para enseñar y aprender. De modo similar a como se hizo en los orígenes de nuestro sistema educativo, precisamos construir condiciones pedagógicas e institucionales integrales en el marco de un proyecto de formación ciudadana democrático, participativo y crítico con todas las formas de desigualdad. Esto implica pensar simultáneamente la construcción de adecuadas condiciones salariales (sí, se precisan salarios docentes dignos para enseñar) y edilicias, la distribución universal de dispositivos tecnológicos y de útiles escolares, ya que allí donde no se cuenta con ellos, se debilitan las condiciones para enseñar y para aprender.
  4. Priorizar los saberes a enseñar. Existe consenso en que las prescripciones curriculares son excesivas y que no es posible enseñar todo lo establecido. Priorizar aprendizajes e incrementar simultáneamente contenidos a enseñar obstaculiza la mejora de los desempeños. No podemos continuar considerando a la escuela como si fuera una vasija vacía a la cual simplemente le agregamos nuevas demandas de contenidos. En este sentido, las actualizaciones de saberes curriculares como las realizadas durante las últimas décadas, deben articularse a debates y decisiones sobre las exclusiones de saberes que deben acompañarlas. Así, por ejemplo, incluir al currículum saberes digitales relacionados con el pensamiento computacional debe ser simultáneo al debate sobre qué saberes, aunque relevantes, se deben excluir o ser considerados como opcionales; de lo contrario, sostendremos la actual inflación curricular y sabemos que ella produce mayor fragmentación y desigualdad educativa.
  5. Mejorar los desempeños escolares. La mejora de los aprendizajes es un desafío irrenunciable. Nuestras y nuestros estudiantes tienen derecho a aprender y ello se logra fortaleciendo la enseñanza, no evaluando más. Para eso, no alcanza con una formación docente gratuita, en servicio y situada (aún ausente). Es preciso, además, desarrollar dispositivos de acompañamiento al trabajo de enseñar, que posibiliten pensar codo a codo con las y los docentes en sus escuelas las mejores opciones didácticas que pueden ofrecer a sus estudiantes. Los equipos técnicos deben contar con las condiciones para estar en las escuelas cotidianamente, y los equipos de gestión deben ver disminuidas sus demandas administrativas para poder gestionar pedagógicamente las escuelas.

La educación que tenemos posee profundos problemas de desigualdad, pero eso no significa que se encuentre en una crisis estructural. La alternativa no es retornar a un pasado selectivo, meritocrático y arbitrario como proponen ciertas críticas radicales, pues sabemos que, en cada escuela, en cada aula, día a día, se producen lazos, enseñanzas y aprendizajes que deben ser objeto de reconocimiento y trabajo por parte de políticas educativas comprometidas con el derecho de aprender.

educar en Córdoba | no 40 | Noviembre 2022 | Año XXI | ISSN 2346-9439
Artículo: La escuela vale la pena. Aportes para democratizar sentidos en torno a la calidad educativa
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Luciano