Educar en Córdoba recupera parte de las conversaciones mantenidas entre Graciela Morgade -docente e investigadora de la Universidad de Buenos Airesy Gonzalo Gutiérrez -director del Instituto de Capacitación e Investigación de los Educadores de Córdoba (ICIEC)- en el marco de las “Primeras Jornadas de Formación en Género”, organizadas por UEPC. Se trata de un esfuerzo por conocer las bases de la perspectiva de género y sus aportes al trabajo pedagógico.
Gonzalo Gutiérrez —En un libro tuyo afirmás que “toda educación es sexual”. ¿Podés desarrollarnos un poco esa idea?
Graciela Morgade —“Toda educación es sexual” retoma una frase de la pedagogía crítica, que postuló que “toda educación es política”. Por las investigaciones que venimos haciendo y que se vienen realizando en el campo de los estudios de género y educación, y por el concepto de sexualidad que manejamos -que no se reduce a la genitalidad y al aparato reproductor, sino que incluye la dimensión histórica, política y cultural de cuerpo-, la dimensión ética de la vinculación entre las personas, la dimensión psicológica de la construcción de la subjetividad…, pensamos un concepto amplio de sexualidad. Y como advertimos que en las escuelas siempre se están tramitando -por acción u omisión- sentidos y significados que tienen que ver con esta relación sexo-género, nos animamos a ponerle al trabajo “toda educación es sexual” porque, efectivamente, entendemos que en todos los procesos educativos estamos hablando de sexualidad.
Esto no significa que el enfoque que actualmente tiene la sexualidad en los procesos educativos nos parezca adecuado, pues muchos de esos sentidos tienden a estereotipar y reproducir relaciones sexogenéricas propias del patriarcado. No estamos de acuerdo, entonces, con que esa tiene que ser la educación sexual como proyecto político. Pero hacernos cargo de que toda educación es sexual implica asumir que todo el tiempo estamos hablando de sexualidades. Entonces, veamos el modo de hacerlo en un sentido democrático, de inclusión y de construcción de relaciones sexuales igualitarias.
G.G. —¿Por qué fue necesario pensar en una Ley de Educación Sexual Integral? ¿Por qué esta necesidad no pudo resolverse a través de un cambio curricular?
G.M. —Hay temas que algunos movimientos sociales trabajaron desde la militancia y desde la acumulación e investigación académica. En ese sentido, el movimiento de mujeres es uno de los más potentes del mundo occidental en las últimas tres o cuatro décadas, pues viene denunciando sistemáticamente cómo la educación es un ámbito donde se producen y reproducen significados de género. Entonces, hay una parcialidad, dado que es un movimiento social que lucha por visibilizar esta cuestión, incluir contenidos en el currículo, validar la necesidad de que el sistema educativo se haga cargo de estos temas. Pero al mismo tiempo, tiene la necesidad de aliarse con el Estado, y en particular con el Poder Legislativo, porque esos grupos no tienen un consenso total. Esas alianzas representan la posibilidad de hacer más universal una lucha que sale de un colectivo parcial, pero que le habla al conjunto.
G.G. —Lo que el Estado empieza a pedir a la escuela es que tramite el diálogo con respecto a un asunto que la sociedad en su conjunto todavía no ha podido procesar, y allí la escuela queda en un lugar por lo menos incómodo.
G.M. —Estoy de acuerdo, de hecho el mismo campo pedagógico aún no construyó saberes, no acumuló en términos curriculares, o sea que hay muchas deudas del campo de la investigación pedagógica. No solamente la sociedad en su conjunto no discute algunos temas, sino que además el mismo campo pedagógico -es decir, qué se enseña en los profesorados, cuáles son los saberes de referencia para construir el currículo- todavía está en construcción.
Siempre digo que la educación sexual integral no es solo una política educativa, sino una política pública, que implica la interacción con otros actores del Estado. Esto supone, primero, que no solo el sector docente es quien tiene que hacerse cargo, y segundo, hay que tomarlo como un desafío a largo plazo: la ley se aprobó en 2006 y los lineamientos son de 2008; lo mejor que podríamos hacer es planearlo como un enorme desafío de construcción de conocimiento colectivo.
Como decía, no es solamente una política educativa, y en este sentido, es un enorme desafío para los educadores y educadoras pensarnos como parte de esa política pública. No solamente hay que reclamar a otros actores -y que haya respuesta, obviamente-: al área de Salud, por ejemplo, o a la Justicia, a las defensorías, a las consejerías. Lo pienso mucho -y es un tema polémico- en relación a la Asignación Universal por Hijo (AUH). Un trabajo reciente señalaba que la asignación pone al sector docente en la obligación de, o bien aprobar para que los niños y jóvenes se queden en la escuela, o bien buscar la manera de enseñarle -creo que es lo mejor- para que se queden en la escuela aprendiendo. Pero, ¿los maestros y maestras tienen herramientas didácticas para enseñar a niños y niñas que provienen de grupos familiares con un nivel de escolarización muy bajo? Probablemente no, y más aun: ¿pensamos que esos chicos y chicas tienen que estar? No lo digo de manera discriminatoria, sino en el sentido de que a veces los docentes sienten que les tiran las cosas por la cabeza -como muchas veces ha pasado históricamente- y que no tienen cómo responder y entonces reaccionan diciendo: “No me importa”, o “no me hago cargo”. Aún tenemos que dialogar más sobre la AUH como una política pública educativa.
G.G. —Da la impresión, por momentos, de que las políticas públicas de los últimos años trastocaron un conjunto de matrices culturales arraigadas, vinculadas a las cuestiones de la sexualidad, la política, la no neutralidad de la escuela, proponiendo pensarla como un derecho social y no una oportunidad de todos los niños, niñas y jóvenes. Sin embargo, pareciera que de la enunciación del derecho al reconocimiento de una ausencia de saberes, hay un punto en donde los docentes no logran todavía encontrar dispositivos, estructuras o esquemas de apoyo que les permitan, por lo menos, tramitar ese malestar. Entonces, te traslado esta pregunta: ¿qué cuestiones del formato o de la estructura escolar todavía subsisten y tienden a reproducir situaciones de discriminación o desigualdad al interior de la escuela, a pesar de todo el esfuerzo de la política pública?
G.M. —En primer lugar, me siento sumamente solidaria con esos y esas docentes. Es una posición difícil, porque efectivamente se están responsabilizando y eso les implica una sobrecarga. Allí falta investigación pedagógica, que hay demandar a las universidades, a los institutos de formación docente…
G.G. —Y al Estado mismo…
G.M. —Y al Estado, ¡claro! Falta investigación y experimentación pedagógica. Y no me estoy refiriendo al experimento tradicional, sino a intervenciones cuidadas, continuas, a investigación-acción participante, a docentes que investiguen, a ponernos en situación de construir conocimiento.
Y en segundo lugar, como también lo enunciabas, faltan efectivamente otros dispositivos de apoyo en la escuela.
G.G. —En este terreno de certezas de cuáles son algunas opciones que ha construido la política pública, pero también de todas las incertidumbres que se van produciendo, ¿qué le aporta la perspectiva de género al trabajo pedagógico?
G.M. —Hay muchas maneras de entrarle al problema de la desigualdad, o de la lucha por la igualdad. Cuando la escuela se funda, el discurso que la alimenta radica en la igualdad de oportunidades y en la apertura sin restricciones a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino, básicamente el derecho a la educación. Con el tiempo y con la investigación, se fue advirtiendo que había un sesgo de clase en lo que se estaba enseñando, en las formas, matizado por nivel educativo. Lo que se advertía era que en lo que se enseñaba y en cómo se lo hacía, los que seguían en la escuela eran los de algún sector en particular. Entonces, se empezó a analizar desde la perspectiva de la clase social, de la desigualdad económica. No había igualdad en el acceso, en la calidad de lo que se estaba recibiendo, en la infraestructura, por lo tanto, los gobiernos tuvieron que mirar esas dimensiones, relativas a la infraestructura, al equipamiento, a la formación.
En ese contexto, ¿qué introduce la perspectiva de género? Una cuestión vincular de construcción subjetiva desde otro lugar, que tiene que ver con el cuerpo, con otras formas de violencia, pero que en el mismo sentido apunta a la igualdad. Es decir, contribuye a pensar el problema de igualdad desde otro lugar, desde la construcción del cuerpo sexuado; de los modos en que las relaciones patriarcales, machistas, homofóbicas -que también están en las vinculaciones- atentan contra la posibilidad de tener una experiencia educativa plena. Por eso, abonan a la misma dirección utópica que apunta a la experiencia educativa sin restricciones, ni de clase, ni sexogenérica, ni étnicas, ni religiosas, ni de capacidad.
G.G. —El esfuerzo que la política pública ha hecho en los últimos años por construir mayor igualdad y justicia ha sido intenso. Y por momentos, pareciera que nos ha desafiado a pensar cuánta igualdad estamos dispuestos a aceptar como sociedad. En ese marco, ¿cuáles son los desafíos de la escuela para los próximos años?
G.M. —Lo primero que debemos construir como sector docente es la convicción de que cualquiera puede aprender si encontramos la manera de enseñarle. ¿Estamos convencidos de eso? Cuando afirmo esto, no estoy señalando que es culpa nuestra, sino que me refiero a si encontramos como sociedad la manera de enseñarle. Allí radica un enorme reto para la inclusión, es una nueva manera de pensar la premisa de la didáctica general que era “enseñar todo a todos”. Sigo pensando que ese es un enorme desafío, el problema hace 300 años es que se quería enseñar a todos de la misma manera. Pero es eso lo que estamos buscando: todo a todos, o todo a quienes quieran, a quienes se les ocurra. Debemos convencernos de que eso es posible.
educar en Córdoba | no 33 | Septiembre 2016 | Año XI | ISSN 2346-9439