La salida a la desigualdad producida por la pandemia requiere de más y mejor pedagogía

Por Gonzalo Gutierrez (*)

En las últimas dos décadas y, en especial, en estos dos años de pandemia, se ha ido construyendo un profundo consenso sobre considerar la escuela como el mejor lugar para las infancias y juventudes. La ampliación del nivel inicial y la obligatoriedad de la escuela secundaria dan cuenta de ello, así como el desarrollo de programas orientados a garantizar la terminalidad de estudios, entre los que se destacan el Plan Fines a nivel nacional y el Pit 14-17 en Córdoba. También empezó a construirse, desde hace una década, un profundo consenso sobre la relevancia de garantizar aprendizajes comunes y de calidad, entendiendo que inclusión escolar sin aprendizajes no es democrático ni justo.

La pandemia nos ha dejado otros consensos. Por un lado, que enseñar contenidos escolares requiere de saberes pedagógicos específicos, esos que portamos las y los docentes; ni el apoyo de las familias a la escolaridad de sus hijas e hijos, ni las acciones de voluntariado pueden reemplazar la función docente. Por otro lado, la escuela fue valorada por una función que durante las últimas décadas pasó desapercibida, mucho más amplia que la relativa a enseñar saberes curriculares. El reclamo por el retorno a la presencialidad articuló la demanda societal de aprendizajes escolares, con la preocupación por los efectos subjetivos que el aislamiento producía en las infancias y juventudes. Tomó fuerza, así, el reconocimiento a la función socializadora de la escuela y su relevancia en la formación.

Es probable que el consenso más importante producido en este tiempo sea el relativo a la profunda desigualdad existente en nuestro sistema escolar. No posee las mismas posibilidades de culminar la escolaridad con aprendizajes escolares de calidad quien nace en un hogar de nivel socioeconómico alto, medio o bajo; no recibe la misma educación quien asiste a una escuela con o sin recursos didácticos, con o sin dispositivos tecnológicos, con notebooks y conectividad o sin ellos. Tampoco quien asiste a una escuela de gestión estatal o privada, urbana o rural, y la lista de variables que producen diferenciaciones en los procesos de escolarización podría continuar. Estas desigualdades no eran nuevas al inicio de la pandemia y la mirada sobre ellas se fue profundizando a medida que se avanzó en la consideración de la educación como un derecho. Fue a partir de las legislaciones que ampliaron la escolaridad obligatoria y se propusieron aprendizajes de calidad como un derecho común, que fue incrementándose la implementación de evaluaciones estandarizadas, se realizaron sucesivas modificaciones curriculares y se crearon múltiples dispositivos orientados a acompañar los procesos de escolarización.

Hasta el inicio de la pandemia el debate se centraba en la curva de la desigualdad. Es decir, en qué medida, a lo largo de los años, esta venía disminuyendo o incrementándose. Sobre ello tomaba forma la discusión sobre las políticas de financiamiento educativo existente. Sin embargo, a 20 meses de iniciada la pandemia, la desigualdad ha explotado en el sistema educativo argentino y cordobés. Podríamos decir que estamos frente a abismos de desigualdad, no solo para aprender, sino también -y en especial-, para enseñar. Con un 60% de pobreza infantil/juvenil, con una sociedad empobrecida por el incremento de la desocupación y el deterioro del poder de compra de los salarios, la educación parece ir en línea con los problemas sociales más amplios que nos atraviesan. Sin embargo, es preciso advertir que esta lógica nos lleva a una alternativa algo ingenua, según la cual, con más recursos se solucionarían gran parte de los problemas educativos. Por el contrario, tal vez sea necesario comenzar a considerar con más fuerza que parte de los problemas en la escolaridad obligatoria obedecen a los diagnósticos sobre la actual situación y las políticas educativas -y en particular de la enseñanza-, que de ellos se derivan. Es decir, se requiere de más recursos económicos para sostener el derecho a la educación, pero ello por sí mismo no alcanza para transformar las desigualdades que tenemos en la actualidad. Tampoco se superan con más regulaciones y evaluaciones. Por el contrario, el mayor desafío para los próximos años se sitúa en la definición de las condiciones y políticas orientadas a garantizar acceder y culminar la escuela, por un lado, y promover enseñanzas que posibiliten aprendizajes de calidad, por el otro.

Este es un punto nodal para pensar las políticas educativas necesarias de desplegar a partir de 2022. En especial, si se advierte que tanto sectores liberales, como conservadores y progresistas, parecen acordar en que es necesario disminuir las tasas de repitencia y sobreedad, mejorar la terminalidad educativa y la calidad de los aprendizajes, dotar a las escuelas de recursos para enseñar y aprender, reconociendo la relevancia del trabajo docente. Sin embargo, estos acuerdos pierden fuerza y se diluyen cuando se proponen interpretar las causas de este presente y las alternativas políticas y pedagógicas que son necesarias de construir. ¿Qué modelo de Estado subyace en estas posiciones? ¿Qué políticas educativas se promueven? ¿Qué pedagogías se movilizan por detrás? ¿Cómo se articulan en dichas perspectivas las relaciones entre Estado, políticas y pedagogía? Es en las respuestas a estos interrogantes donde se configuran diferentes modelos educativos para tramitar los procesos de escolarización, en la salida de la situación de pandemia que venimos atravesando desde marzo de 2020.

A continuación, centraré el análisis en algunas cuestiones que entiendo nodales para restituir pisos de igualdad, que posibiliten hacer de la escuela un tiempo y espacio más justo para las infancias y juventudes.

Las transformaciones educativas pendientes

Desde el retorno a la democracia se produjeron sucesivas transformaciones educativas en el marco de dos grandes leyes educativas, la Ley Federal de Educación y la Ley de Educación Nacional. En ese marco, hemos asistido a la actualización de saberes, a enseñar mediante el establecimiento de los Contenidos Básicos Comunes (1997), la elaboración de Núcleos de Aprendizajes Prioritarios (2004-2007), y a nivel provincial, al menos dos grandes reformas curriculares, una en 1997 y otra entre 2009-2011 (actualizada en 2016).

Es decir, la escuela ha renovado y actualizado sus saberes y perspectivas para enseñar con una estrategia aditiva, incorporando mayor cantidad de contenidos, en un tiempo similar de escolarización y, en algunos casos, ampliando la jornada escolar (como en Jornada Extendida y con las escuelas PROA), o agregando un año más de escolaridad (en las escuelas técnicas). Esta estrategia viene mostrando sus límites, en la medida en que debilita la jerarquización de contenidos a enseñar y, en ese marco, aumenta la dispersión y fragmentación de saberes transmitidos por la escuela. Ello tiende a reforzar ciertas tendencias a la desigualdad, pero desde la lógica de lo que se ofrece escolarmente. Un reconocimiento a la dimensión de este problema se observa en la elaboración de documentos curriculares como Aprendizajes y Contenidos Fundamentales -en 2017-, con el propósito de dar centralidad a ciertos saberes en cada espacio curricular. La pandemia agudizó esta situación, con escuelas que -por contar con docentes y estudiantes con notebooks o PC en sus hogares y conectividad-, sostuvieron en la no presencialidad propuestas muy diferentes a la de quienes no contaban con ellos y debían apelar al uso de whatsapps, o materiales impresos por autoridades nacionales. Esta desigualdad educativa se profundizó por la decisión de trasladar hacia las escuelas la responsabilidad de seleccionar los contenidos a transmitir, diluyéndose de ese modo la posibilidad de elaborar, en la tragedia de la pandemia, un piso común de saberes a enseñar en la escala del sistema educativo. Insisto en este punto: durante la pandemia, la opción estatal de no regular los saberes mínimos a transmitir -con independencia del medio de enseñanza que se tuviera-, profundizó las desigualdades educativas y colocó como responsables de dicha situación a las escuelas y sus docentes.

Otro conjunto de cambios producido durante las últimas décadas giró en torno a los intentos de alterar el tradicional formato escolar. Se crearon nuevas figuras docentes para sostener la jornada extendida en primaria, así como coordinadores y tutores de curso en secundaria. Sin embargo, estas nuevas figuras docentes se superpusieron a las tradicionalmente existentes. De este modo, la organización laboral-pedagógica tiende a organizarse sobre dos grandes principios antagónicos: en un caso, en torno a la relación entre el tiempo docente y el objeto del trabajo pedagógico (acompañar las trayectorias educativas, generar espacios diferenciados de enseñanza, etc.). Aquí, el objeto de intervención pedagógica se configura como el contenido mismo del trabajo docente. En otros casos, los mayoritarios, el trabajo docente se organiza bajo el principio según el cual el tiempo laboral docente es equivalente al tiempo de enseñanza frente a estudiantes.

Hasta marzo de 2020, estaba claro que existía un problema estructural aquí, porque el consenso sobre la necesidad de transformar el formato escolar se encontraba desarticulado de la revisión del puesto laboral docente. En este sentido, mientras los cambios de formato procuraban disminuir las dinámicas individualistas de trabajo escolar, los modos de contratación las fortalecían. Con la pandemia, esta situación se agudizó y mostró que la continuidad pedagógica intensificó el trabajo docente. Claramente, hacia adelante, se vuelve prioritario compatibilizar los modos de trabajo pedagógico estatalmente propuestos, con el contenido del puesto de trabajo docente. La pandemia, pero también los resultados de evaluaciones estandarizadas (esas que tanto hemos criticado desde esta sección de la revista educar en Córdoba), han mostrado que los desempeños escolares mejoran por una serie de prácticas que no están asociadas directamente a la enseñanza en el aula: el trabajo entre docentes con proyectos escolares, el sostenimiento de espacios de trabajo con las familias, la producción de materiales didácticos por parte de las y los docentes, así como la implementación de estrategias de acompañamiento a las trayectorias escolares. Es decir, contra toda métrica internacional, la complejización del trabajo de enseñar en la pospandemia requiere de más docentes, de modo tal que se puedan sostener las nuevas modalidades de trabajo pedagógico, en el marco de relaciones con grupos más reducidos de estudiantes, que posibiliten acompañar sus procesos de aprendizaje atendiendo a sus singularidades. Es este un camino pedagógico hacia la mejora de los aprendizajes no explorado aún.

Resignificar el sentido de la evaluación

Las transformaciones en las demandas curriculares y la organización del trabajo escolar fueron simultáneas a la emergencia de múltiples dispositivos de evaluación. Si en la década de 1980 el Estado nacional y los Estados provinciales no se preguntaban por los aprendizajes escolares, en la actualidad, la pregunta por ellos -en tanto derecho de nuestras y nuestros estudiantes- ordena una parte importante de la discusión pública sobre los logros, deudas y desafíos de la escuela. Entre la década del noventa y la actualidad, se implementaron en Córdoba más de 40 evaluaciones estandarizadas, algunas de carácter internacional, otras nacionales y en menor medida provinciales (Gutierrez, 2018). Junto a ellas, se han desplegados decenas de propuestas de autoevaluación institucional y se ha producido un sinfín de propuestas para evaluar en el aula.

Señalar que existe una obsesión por la evaluación, que esta se ha disociado de su sentido al interior del dispositivo didáctico, es asumir la imposibilidad de hecho, por parte del Estado, de las escuelas y sus docentes, de disponer estratégicamente del caudal de información producido. Como si fuéramos ciegos y tuviéramos el desafío de reconocer un elefante a partir de tocar solo una de sus partes -pero sin posibilidades de dimensionar su volumen y estructura-, la proliferación de evaluaciones disociadas de los dispositivos didácticos da cuenta de problemas en los desempeños, de modo fragmentado, sin comprensión de sus causas y por lo tanto, con escasas posibilidades de orientar criterios para las políticas educativas y las prácticas de enseñanza. Podemos destacar que la relación entre más contenidos para transmitir (a partir de los cambios curriculares producidos), el menor tiempo laboral entre docentes para sostener las transformaciones en el formato y la organización escolar, junto a la proliferación de dispositivos de evaluación, reduce sistemáticamente los tiempos para enseñar, debilitando así las condiciones para aprender de nuestras y nuestros estudiantes.

Por otro lado, es posible advertir que los dispositivos de evaluación se centran sobre qué se aprende en la escuela y qué distancia existe con lo que se espera según lo establecido curricularmente, sin interrogarse sobre dos cuestiones pedagógicamente centrales: qué es lo que se les ha enseñado y cómo aprenden las y los estudiantes. Ambas cuestiones son nodales para elaborar alternativas pedagógicas que posibiliten la mejora de los aprendizajes. Sin embargo, es posible apreciar que las evaluaciones estandarizadas tienden a dar por evidente la presencia de ciertas enseñanzas que, como hemos visto, no necesariamente se producen, o lo hacen de modos diferentes a lo pensado ministerialmente.

La ausencia de interrogantes sobre cómo aprenden nuestras y nuestros estudiantes explica, probablemente, la proliferación de propuestas didácticas genéricas que orientan débilmente la enseñanza y, en este sentido, aportan muy poco a la mejora de los aprendizajes. El lugar otorgado por la política pública al debate sobre los aprendizajes y el divorcio construido entre prácticas de evaluación y de enseñanza, coloca sistemáticamente el foco en lo que no se sabe. Si bien ello es importante, poco orienta sobre lo que se precisa para tomar decisiones pedagógicas. Es decir: por un lado, qué es lo que sí se sabe, porque es este el lugar desde donde se precisa repensar la enseñanza. Por otro lado, cómo aprenden nuestras y nuestros estudiantes, porque ello brindará pistas sobre los tipos de recursos didácticos que se podrían incorporar a la enseñanza, los modos de explicación docente que es deseable privilegiar, los usos del tiempo didáctico, así como las situaciones en que se vuelve pertinente promover actividades individuales o grupales de trabajo con los saberes escolares. Si las evaluaciones no pueden orientar decisiones sobre las políticas de enseñanza necesarias de elaborar, o de sostener, poco aportan a la resolución del problema de la desigualdad de aprendizajes que tenemos en la actualidad.

Prioridades en la pospandemia escolar

La salida de la pandemia frente al abismo de desigualdad educativa requiere, junto a una mayor inversión estatal y la mejora sustantiva de salarios, de más y mejor pedagogía, asumiendo que más contenidos y evaluaciones con la misma organización laboral producen menos tiempos de enseñanza, mayor intensificación y precarización laboral en la docencia, fragmentación en la construcción de respuestas a los problemas escolares y debilitamiento de las oportunidades de aprender para nuestras y nuestros estudiantes.

En el horizonte de la pospandemia deseada, tal vez sea necesario invertir el orden para pensar lo curricular e interrogarse sobre qué es posible enseñar, con propuestas que disminuyan la inflación curricular a la que asistimos. Una propuesta con menos contenidos, claramente jerarquizados, con más tiempo para su enseñanza, mediante variedad de recursos y dispositivos didácticos es una alternativa para disminuir las desigualdades educativas. En este sentido, focalizar la mirada sobre lo que se ha podido enseñar en las condiciones disponibles para las y los docentes, los modos en que aprenden nuestras y nuestros estudiantes, es decir, sus modos de relación con el saber escolar y aquellos aprendizajes que lograron, es un modo superador de pensar la evaluación. Complementariamente, es necesario avanzar, por un lado, en el desarrollo de dispositivos que acompañen el trabajo pedagógico, regulando la enseñanza en torno a saberes y experiencias comunes que deben ponerse a disposición de nuestras y nuestros estudiantes, desde una lógica que otorgue valor a los saberes y experiencias sobre cómo enseñar, construidas por las y los docentes en este tiempo. Por otro lado, urge articular la demanda de los actuales modelos pedagógicos con las características del puesto de trabajo docente, reconociendo las múltiples demandas que se les realizan: enseñar, sostener proyectos escolares, fortalecer las relaciones con las familias y la comunidad, así como acompañar las trayectorias de escolarización de las y los estudiantes. Lo argumentado en este artículo permite sostener que, para superar la desigualdad educativa y avanzar hacia una escuela más justa, se precisa otorgar centralidad a la enseñanza, superando la vieja antinomia entre enseñar y trabajar, porque son dos caras de la misma moneda.

(*) Director del ICIEC-UEPC.

educar en Córdoba | no 39 | diciembre 2021 | Año XX | ISSN 2346-9439
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Luciano