La noción de evaluación educativa -en sus distintos niveles- ha sido y es objeto de arduos debates desde hace varios años. En esta entrevista la docente universitaria Liliana Pascual -quien cuenta con una amplia trayectoria en la gestión pública y es investigadora del instituto “Mariana Vilte” de CTERA-, desmenuza las limitaciones, en general, de las pruebas estandarizadas de aprendizaje y, en particular, en un contexto de pandemia; propone caminos posibles de evaluación para las instituciones educativas, para las y los docentes y deja planteados los aspectos centrales que implica una educación de calidad en la actualidad.
Desde el inicio de la pandemia se valoró socialmente el trabajo y el esfuerzo docente por sostener el vínculo pedagógico, pero una vez pasado el punto más agudo de la misma aparecen críticas, tanto para la escuela como para las y los docentes. ¿Cómo ves la escuela hoy? ¿Qué cambios ha habido en ese sentido?
—En principio no hay que olvidar que atravesamos una pandemia, que incluso no sabemos cuándo va a terminar. La verdad que quiero destacar el esfuerzo descomunal que hicieron las y los docentes, sobre todo para aggiornarse a una situación para la que nadie estaba preparado, ni las y los docentes, ni la familia, ni la sociedad.
Y lo que ocurrió fue que se quebró algo del contrato social entre la escuela, la familia y la sociedad y también del formato de la escuela tradicional que conocemos. Es decir, la no presencialidad, en algunos casos suplantada por la virtualidad, llevó justamente a dos cuestiones. La primera tiene que ver con que la escuela era la columna vertebral y el gran organizador de la sociedad, y ahora estamos justamente viendo el efecto que la pandemia tuvo en ese sentido, en tanto, por ejemplo, los padres no podían organizarse para la atención de hijas e hijos, o para llevar adelante la escolaridad virtual -en el mejor de los casos-, o para resolver sus obligaciones laborales, pues muchas familias no tenían con quién dejar a sus niñas y niños para salir a hacer una changa. Se quebró ese lugar de la escuela como gran organizador de las familias. Eso tiene que volver a recomponerse en la relación escuela–sociedad. En segundo término, la relación de enseñanza y aprendizaje que se da en la escuela en la presencialidad nunca puede ser suplantada o extrapolada a una relación en la virtualidad. Porque básicamente el proceso de enseñanza y aprendizaje que se da en la escuela en la instancia presencial es de intercambio comunicacional, pero en un contexto conformado por una institución, por un aula, por recursos edilicios, por recursos didácticos y materiales de todo tipo. Y en ese contexto se da la transmisión de saberes, que no es solo eso, sino también transmisión de una relación con los saberes. Es muy difícil mantener esa situación en la no presencialidad.
Por eso soy bastante crítica del concepto de “escuelas híbridas” que se está bajando desde los organismos internacionales, diciendo que este es un período en el cual la presencialidad va a tener que coexistir de forma híbrida con la no presencialidad. En definitiva, tenemos que volver a una escuela presencial, y eso no quiere decir que la virtualidad no nos pueda servir de complemento en algunas instancias, pero nunca pensada como un modelo híbrido en el cual tengan el mismo peso e importancia los dos tipos de formas de enseñanza y de aprendizaje. La escuela tiene que volver a ser presencial. Y, por supuesto, no podemos dar la espalda a la tecnología y a las posibilidades que nos ofrece en determinados aspectos, pero siempre adaptándose a una escuela presencial.
Para entrar un poco a la temática de la evaluación, nos gustaría que cuentes en qué consiste el Plan Nacional de Evaluación Educativa. ¿Qué tiene de nuevo o de común con otras experiencias anteriores? ¿Para qué sirve hoy evaluar y acreditar?
—Hay un quiebre con la concepción de evaluación que surgió en los noventa, en un contexto muy diferente, caracterizado por la vigencia de la Ley Federal de Educación, donde el Estado tenía la función de controlador y la evaluación era un elemento de rendición de cuentas, pues el financiamiento de los organismos internacionales así lo exigía. A partir de la Ley Nacional de Educación, aprobada en 2006, hay un quiebre con relación a esa concepción. En varios artículos de esa norma se establece que la política de evaluación se tiene que concertar en el marco del Consejo Federal; que el Estado asume el rol de garante del derecho a la educación -no de controlador-; y aparecen con mucha fuerza conceptos como los de igualdad e inclusión, que durante todo el período kirchnerista fueron centrales. Y ya no se entendió a la evaluación y a las pruebas de aprendizaje como sinónimos de calidad educativa. Estuve a cargo de la Dirección Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa desde 2009 hasta 2015, y trabajamos –a posteriori de la Ley Nacional de Educación- varias resoluciones a través de las cuales, justamente, se ponía en discusión el concepto meritocrático de “calidad de educación” y se hablaba, en cambio, de una “educación de calidad”, pero en un contexto de inclusión educativa. Y, además, se planteaba que la evaluación de los aprendizajes debía ser entendida como un indicador más acerca de la educación de calidad, y no como el único, como había sido durante la década de los noventa.
¿Por qué digo esto? Porque tenemos que tener en cuenta cuáles son las grandes limitaciones de las pruebas estandarizadas, como fueron los Operativos Nacionales de Evaluación y la Evaluación “Aprender” durante el gobierno macrista. En primer lugar, son una forma de medición, es decir implican que los conocimientos se tienen que medir, y no todos se pueden medir en términos cuantitativos; por lo tanto, esas pruebas solo se organizan a partir de algunos aprendizajes que pueden ser medidos. Esa es una gran limitación, ya que no evalúan todo lo que se aprende en el aula y en la escuela. Por otro lado, hay aprendizajes -como el pensamiento crítico, por ejemplo- que valoramos muchísimo en la cultura argentina. ¿Cómo se mide el pensamiento crítico? Realmente se trata de aprendizajes que resulta difícil que estén presentes en esas pruebas de evaluación.
Por otro lado, sabemos que durante la pandemia las directivas del Consejo Federal apuntaron a priorizar algunos saberes sobre otros, porque era imposible abarcar todos los saberes de una planificación para un año o un grado determinado. Y en cada jurisdicción se priorizaron algunos, pues eso fue interpretado por las distintas instituciones y, a su vez, reinterpretado y resignificado por las y los docentes, con lo cual fue bastante dispar el mapeo de los saberes que fueron enseñados durante la pandemia. Y para organizar una prueba de evaluación estandarizada -que debe ser la misma para todas las escuelas del país-, uno tiene que tomar aquellos saberes que fueron enseñados en todas las instituciones, porque si no, se corre el riesgo de que haya preguntas sobre cuestiones que nunca fueron enseñadas: las y los estudiantes no podrían responder a la prueba, pero no porque no hayan aprendido algo, sino porque nunca les fue enseñado. Por otro lado, cuando se pilotean los ítems de las pruebas de aprendizaje, muchas veces se descartan aquellos que fueron contestados por todas y todos los alumnos, o que no fueron contestados por nadie y se toman solamente aquellos en los cuales se puede discriminar el aprendizaje de las y los estudiantes, por una cuestión incluso estadística de poder diferenciar los logros. Estas son grandes limitaciones relativas a cómo se construye una prueba estandarizada de aprendizaje y para qué puede servir, habiéndose atravesado una pandemia.
Cuando se presentó el nuevo Plan de Evaluación Educativa, la idea era no realizar pruebas de aprendizaje este año. Pero hay ciertos sentidos instalados con respecto a la evaluación, fogoneados por los medios de comunicación no oficialistas; por ejemplo que, si no se evalúa, no podemos saber nada. En realidad, no se tiene conciencia de todas estas limitaciones que tienen estas pruebas y que realmente, al hacerlas en estas condiciones, es poco lo que se puede saber, porque hay que contextualizar los resultados de aprendizaje y para ello hay que conocer y evaluar también el contexto en que se dieron. Si ya era difícil contextualizar los resultados en condiciones normales, cuando la enseñanza y el aprendizaje se daban en las escuelas en forma presencial, ¿cuánto más difícil será poder contextualizar los aprendizajes cuando los contextos en que se dieron fueron aulas virtuales -en el mejor de los casos-, o situaciones familiares muy dispares en las cuales se encontraban las y los alumnos?
Entonces, es muy difícil poder contextualizar los aprendizajes en una situación como la pandemia, por lo cual considero conveniente que cada jurisdicción realice algún tipo de evaluación diagnóstica -después de hacer un mapeo curricular dentro de las instituciones de cada nivel, para ver efectivamente qué saberes fueron enseñados-, que les permita tomar decisiones en términos de política educativa. Porque lo importante es tener información para eso: la información por sí sola, si no se contextualiza o analiza, no sirve para nada. Es útil cuando uno tiene preguntas -que vienen desde el campo de la política educativa- para hacerle a esa información. Siempre doy un ejemplo, que no por repetido es menos sabio: es como si una persona tuviera fiebre y lo único que hiciéramos es aplicarle el termómetro para ver cuánta temperatura tiene, pero luego no tomamos ninguna decisión para combatir la enfermedad. Las experiencias de países que han evaluado mucho, y que han hecho de la evaluación parte de su política educativa -incluso con consecuencias muy fuertes, con sanciones a las escuelas o con otorgamiento o quitas de retribuciones económicas en función de los resultados-, nos están mostrando que eso no ha contribuido para nada a mejorar la calidad educativa; en muchos casos, eso ha llevado a que las escuelas enseñen para la evaluación -como es el caso de Chile, por ejemplo-, para evitar sanciones, y eso lleva a un empobrecimiento del currículum, pues se enseña solo aquello que puede ser medido a través de estas pruebas.
Decías que hay cosas que se pueden medir y por eso las pruebas estandarizadas se focalizan ahí, pero hay otras que estarían más vinculadas al perfil de ciudadano que uno desea formar, como la solidaridad, el pensamiento crítico, el nivel de altruismo, la capacidad de trabajo colectivo o de participar grupalmente. ¿Cómo pensar una evaluación para eso? Y ¿cómo equilibrar cargas, en el sentido de propiciar al mismo tiempo un tipo de formación en ciudadanía y a la vez de contenidos?
—En realidad, en las evaluaciones de aprendizaje también podemos pensar en ese tipo de contenidos y hacer una evaluación que no solo sea de Lengua, Matemáticas, Ciencias Sociales y Ciencias Biológicas, sino que tenga que ver con otros contenidos; por ejemplo, con Ciudadanía, con Educación Sexual Integral, con cosas que pocas veces se incluyen en estas evaluaciones. Pero hay otra cuestión que es muy importante: cuando hablaba de ese trabajo colectivo a nivel de las instituciones pensaba también en una forma de autoevaluación. Las instituciones también tienen que, en ese proceso de reflexión colectiva, autoevaluarse. Por eso digo que los equipos directivos, en la medida en que puedan permitir estos espacios de reflexión, deben hacerlo: tienen que ser espacios de innovación para repensarse como institución, donde se discutan -por ejemplo-, qué tipo de población estudiantil asiste, qué pasa con las y los estudiantes, por qué fracasan en Matemáticas, qué está pasando con la enseñanza de las diferentes disciplinas, por qué fracasan en algunas y no en otras, si hay algún tipo de acompañamiento que se pueda realizar, pensar otras alternativas. Y eso surge de los espacios de autoevaluación, que no implican decir que todo está bien, sino una reflexión profunda donde se tome conciencia de los problemas.
Te has referido a la cuestión de la calidad educativa, que es un concepto polisémico, y sobre el cual es difícil llegar a un consenso respecto a cómo entenderlo. ¿Qué significa, actualmente, en este contexto de pandemia, que la educación sea de calidad, sabiendo que no puede ser pensada en términos prepandémicos?
—Así es, es un concepto polisémico, que abarca una gran cantidad de dimensiones. Pero en un contexto de pandemia, calidad implica sobre todo inclusión; o sea, que vuelvan a la escuela quienes quedaron en el camino por múltiples motivos, ya sea porque no tuvieron ningún contacto con la misma, porque tuvieron que salir a trabajar -algo muy frecuente en el nivel secundario y, en algunos casos, en los grados superiores del nivel primario-. Entonces, en primer lugar, calidad significa inclusión, que vuelvan quienes están en edad escolar. En segundo lugar, también implica que puedan incorporar aprendizajes que sean significativos; es decir, tiene que haber una priorización de los mismos. Tenemos un currículum que es diletante en Argentina -aunque también en otros países-, en el sentido de que es demasiado amplio. Habría que hacer una priorización de ciertos contenidos curriculares y pensarlos ya no por disciplina -y en esto atiendo sobre todo a la problemática del nivel secundario-, sino por grandes áreas temáticas. Y pensar también en que, si se modifica el puesto de trabajo para que no sea solo por horas cátedra atendiendo al dictado de una disciplina en el aula, se tienen que pensar también contenidos curriculares interrelacionados o interdisciplinarios.
Entonces, para los primeros años del secundario hay que priorizar algunos saberes, incluir a los chicos que quedaron afuera y priorizar algunos cambios en el formato escolar, tratando de que a todas y todos se les ofrezca iguales oportunidades de aprendizaje, que no quiere decir las mismas sino semejantes, de acuerdo a las necesidades que tiene cada estudiante; porque cuando llegan a la escuela no lo hacen como una tabla rasa, sino que traen un background, una experiencia personal, un desarrollo cognitivo propio que fundamentalmente es fruto del núcleo familiar donde se dio su socialización primaria. Entonces, como esas experiencias son heterogéneas, es necesario, a partir de ellas, ofrecer distintas posibilidades de aprendizaje, pero que permitan lograr resultados equivalentes. Porque si ofrecemos una experiencia homogénea -como ha sido la escuela hasta ahora-, nos encontramos con que algunas y algunos estudiantes van directo al fracaso escolar y eso tiene que ser pensado no como el fracaso de las y los alumnos, sino de la experiencia de la escuela en general.
Todo esto que planteas implica fuertes transformaciones en algunos sentidos, que tomarían tiempos y debates extensos. Sin desconocer eso, ¿cómo pensar cambios que puedan realizarse con las estructuras que están hoy, con las y los docentes y con estos estudiantes que están volviendo o deberían volver a las aulas?
—Si seguimos las resoluciones del Consejo Federal, por ejemplo, hay algunas de 2010 sobre la escuela secundaria que ya estaban planteando estos cambios. No digo que volvamos a eso, pero sí afirmo que ningún proceso parte de cero, que nada es borrón y cuenta nueva, sino que siempre hay que retomar aspectos que estaban planteados dentro de la sociedad, que habían sido discutidos.
Por otro lado, ningún cambio es posible si la escuela como institución no se piensa a sí misma como un gran sujeto colectivo; es decir, son muy importantes los equipos de dirección. Otro aspecto a contemplar es el tiempo que tienen las y los docentes: alguien que trabaja en tres o cuatro escuelas promedio, que tiene 300 alumnos a la semana para corregir actividades e interactuar con ellos, ¿qué tipo de enseñanza situada e individualizada puede llevar adelante?, ¿cómo puede planificar actividades?, ¿qué tiempo tiene, en qué escuela de esas tres o cuatro, para poder trabajar colectivamente y pensar cambios? La transformación del puesto de trabajo es una condición absolutamente necesaria, aunque no garantice por sí sola el cambio. Hablamos de lo que algunos autores llaman “colegiabilidad”, es decir poder compartir experiencias, innovaciones, charlas acerca de potencialidades de las y los alumnos, qué está pasando con cada uno de sus estudiantes, adelantarse a situaciones de fracaso, contemplando sus necesidades frente a sus trayectorias educativas. Todo eso es solo fruto de un trabajo institucional colectivo y no se puede dejar librado al voluntarismo, porque de esa forma aumenta la desigualdad.
Muchas veces generamos un proyecto interdisciplinario, pero luego nuestra evaluación queda desconectada de eso, como si el único lugar de seguridad conocido fuera hacer algo medible. ¿Qué tenemos las y los docentes que aprender o modificar respecto de los modos de evaluación?
—Hay mucho que aprender si se concibe la evaluación en el aula como formativa y no como una evaluación de resultados. Muchas veces la o el docente se siente con confianza, pero también desde arriba se le exige tomar las herramientas de evaluación tradicionales. En una investigación indagamos evaluación en docentes de secundaria, con la idea de comparar qué pasaba en las escuelas de contextos vulnerables y no vulnerables. Y en las escuelas de contextos no vulnerables, donde en general asistían alumnas y alumnos de clase media o media alta, lo que sucedía es que las y los docentes se atrincheraban mucho más en las formas de evaluación tradicionales: tomaban una prueba, en general las y los estudiantes asistían en el momento de la misma, habían estudiado y contestaban. ¿Qué pasaba en el otro lado? En las escuelas de contextos vulnerables era imposible llevar adelante ese tipo de evaluaciones; en primer lugar, porque las y los estudiantes iban de manera irregular a la escuela; en segundo lugar, porque muchas veces ni habían estudiado para el examen. Entonces, las evaluaciones tradicionales no les servían para nada, porque si las aplicaban nadie aprobaba. Tenían que innovar en términos de evaluación y era muy interesante cómo pensaban nuevas alternativas para aplicar en función de la heterogeneidad de la población con la cual se encontraban. Eso es lo que tiene que hacer el docente: buscar otras alternativas de evaluación, que pueden ser más difíciles porque no consisten en elaborar cinco ítems y darle dos puntos a cada uno y luego sumar y dar la nota, sino evaluaciones no tradicionales donde tengan que trabajar con los textos; es decir, leer en el momento y plantearse preguntas, reflexionar, abstraer, hacer síntesis, una serie de habilidades cognitivas que muchas veces no se ponen en juego en las evaluaciones tradicionales.
Y además, hay que dar una batalla en el sentido cultural acerca del concepto de evaluación, porque está instalado en los medios que si no se toma una evaluación no sabemos dónde estamos parados y entonces no podemos aplicar ninguna política, y no es así. Tenemos otros indicadores e información sobre el sistema educativo que nos permiten también realizar un tipo de evaluación por fuera de lo que son las pruebas de aprendizaje. Estas tienen que llevarse adelante, pero en forma complementaria con la información que existe sobre el sistema educativo en su conjunto, sobre las y los alumnos y sus trayectorias, que también nos dicen muchas cosas sobre lo que está pasando. Es un tema para dar una batalla cultural, porque se instaló muchísimo, especialmente durante el macrismo, que evaluar era lo más importante y las políticas de información -e incluyo a la evaluación como una forma de información- no son las políticas que tiene que llevar adelante un gobierno, sino que a partir de esa información tiene que desarrollar las políticas educativas.
Finalmente, camino a dos años de pandemia y cuando se avizora que el panorama puede ser en 2022 más parecido al de 2019, ¿cuáles son los desafíos para el próximo año? ¿Qué habría que sostener de lo que se hizo en 2020 y 2021?
— No se puede volver atrás en términos del uso de la tecnología, se ha avanzado muchísimo y eso se tiene que recuperar, pero pensado como una herramienta y no como un objetivo en sí mismo; es decir, la virtualidad no debe ser el objetivo en sí, sino una herramienta complementaria de la presencialidad.
Hay que volver a una escuela que se repiense a sí misma y trate de ofrecer otras oportunidades de aprendizaje en función de la heterogeneidad de la población a la que atiende. No es una tarea sencilla para nada, pero es una oportunidad. Porque es una escuela que tiene que recrearse a sí misma, como de alguna manera ya las instituciones tuvieron que recrearse en esta vuelta a la presencialidad; porque desde los gobiernos provinciales o locales se les indicaron ciertas medidas generales, pero las escuelas fueron quienes tuvieron que pensar las burbujas, cómo hacerlas, la alternancia, la organización de las y los docentes, cómo trabajar. Entonces, la escuela tiene que volver a pensarse como un sujeto político colectivo que tiene un gran papel en la definición de la política y de las instituciones educativas.
educar en Córdoba | no 39 | diciembre 2021 | Año XX | ISSN 2346-9439