En estos últimos años, asistimos a un profundo proceso de transformación, ya no vinculado al reconocimiento de derechos, sino a su consecuencia, la revisión de los modos tradicionales de pensar el trabajo docente y la enseñanza, desde una perspectiva que procura superar la meritocracia, la individualidad y la verticalidad, mediante los principios de compromiso, colegialidad y cooperación. Es aquí donde escuela, docentes y estudiantes precisan de un Estado más estratégico y profundo en sus modos de construir oportunidades educativas.
Definir la educación como un derecho que el Estado debe garantizar generó una ruptura con el modelo pedagógico tradicional, donde la inclusión educativa se producía mediante la homogeneización y subordinación de los sectores populares a valores, códigos de comunicación y saberes dominantes. Allí, mérito, individualismo y verticalidad conformaban una trilogía de principios estructurantes de la organización del trabajo escolar.
El principio del mérito emerge como la conquista gremial más trascendente de mediados del siglo XX. La sanción de los estatutos docentes posibilitó superar un modelo laboral caracterizado hasta entonces, por su discrecionalidad y menosprecio al saber pedagógico, donde el acceso, la permanencia y el ascenso en la carrera docente se definía por la subordinación de los trabajadores a las demandas de los gobiernos de turno. Con el estatuto, el mérito acreditado por certificaciones y concursos públicos posibilitó legitimar el saber pedagógico y a los trabajadores que lo portaban, rompiendo con la subordinación a los gobiernos de turno (salvo en las dolorosas dictaduras, que suprimieron derechos con represión y desapariciones forzadas). Desde entonces, el principio del mérito reguló y legitimó -en forma exclusiva- el acceso a los puestos de trabajo docente, sin demandar necesariamente adhesiones e identificaciones con las políticas públicas y en ese sentido, fue funcional a un modelo escolar que no cuestionaba las desigualdades educativas. Pero ¿qué ocurre cuando la política pública sostiene que todos los niños y jóvenes tienen derecho a la educación y que el trabajo de enseñar es una herramienta de inclusión educativa? El mérito -como valor absoluto- deja de ser eficaz, porque el “saber” y el “saber hacer” deben articularse con posicionamientos comprometidos con la inclusión y el cuidado de la infancia/juventud.
El individualismo estructuró los puestos de trabajo docente desde una concepción en la que enseñar era una práctica solitaria frente a los estudiantes. Este principio, además, resultaba ser una estrategia de poder funcional a un modelo de escolarización que de este modo, debilitaba posibles resistencias. El individualismo deja de ser eficaz, cuando las políticas públicas comienzan a demandar la construcción de sentidos compartidos entre docentes, estudiantes y familias sobre la función y relevancia de la escuela, el conocimiento y las formas de enseñar, promoviendo formas colectivas de trabajo y el desarrollo de proyectos escolares. Estas transformaciones en las demandas al trabajo escolar son, en gran parte, el resultado del mayor acceso de sectores populares a la escolaridad, que conmovieron la matriz selectiva de nuestro sistema educativo.
La verticalidad, como principio, implicaba regular el trabajo pedagógico de arriba hacia abajo, con escaso espacio para el disenso. Articulada con la individualidad, en la lógica verticalista los docentes no estaban necesariamente involucrados con el contenido del trabajo pedagógico, pues solo se les demandaba realizar lo previsto por el poder político. Esta lógica entra en crisis cuando comienzan a transferirse cuotas de autonomía hacia el trabajo docente en su doble faz, como reconocimiento de saberes pedagógicos que escapan al poder político y académico, y como transferencia de responsabilidades del sistema a los individuos por las decisiones adoptadas.
La grieta producida en la tríada mérito, individualidad y verticalidad, se aloja en el centro de la organización del trabajo pedagógico y fisura un modelo escolar pensado para otra época y otros destinatarios. En su lugar, emergen lentamente nuevos principios de escolarización, que podríamos caracterizar como: compromiso, al demandar un saber y un saber hacer, imbricado con el derecho a la educación; colegialidad, reconociendo la dimensión colectiva del trabajo de enseñar; y cooperación, donde se precisa desarrollar la capacidad de comprensión mutua entre sujetos, sobre sus intereses y necesidades, como condición necesaria en la construcción de sentidos compartidos, vinculados con las razones para estar en la escuela y relacionarse con el saber. La coexistencia de valores y principios asentados en modelos políticos y pedagógicos diferentes da lugar a interesantes y novedosas propuestas educativas, pero también a grandes tensiones en el trabajo docente.
Coexistencia de lógicas pedagógicas distintas al interior de la escuela
Las dos reformas educativas que hemos tenido en los últimos 25 años, tuvieron como denominador común su crítica al modelo pedagógico fundante de nuestro sistema educativo. En un caso, desde una lógica neoliberal que fortaleció el individualismo existente, articulándolo con un utilitarismo donde el conocimiento se concebía como un bien de mercado. En el otro, recuperando históricos reclamos sociales para democratizar el acceso a la educación y los bienes simbólicos movilizados en la escuela, por concebir al conocimiento como un bien público y un derecho de todos los habitantes de nuestro país.
En ambos procesos de reforma se generaron propuestas de cambio y transformación a la organización del trabajo escolar. En este marco, los esfuerzos realizados desde las políticas públicas en los últimos años por lograr que la educación sea un derecho accesible para todos los niños y jóvenes, se tradujeron en propuestas de cambio pedagógico que se asentaron, en general, en las antiguas estructuras escolares y en otros casos, dando lugar a nuevas formas de escolaridad. Es así como en la actualidad, contamos con múltiples alternativas orientadas a democratizar el acceso a la educación: Jornada Extendida, Unidad Pedagógica, Centro de Actividades Infantiles en nivel primario. Escuelas Pro-A, horas institucionales, tutorías, coordinadores de curso, promoción con tres materias, PIT, en nivel secundario. Una tensión importante en estas propuestas y experiencias se debe a que ellas portan demandas y sentidos diferentes al trabajo pedagógico tradicional; sin embargo, deben coexistir cotidianamente y ser sostenidas por docentes que se ven interpelados y demandados por ambas lógicas.
Así por ejemplo, es posible apreciar que:
- La designación docente por hora cátedra entiende la enseñanza como el trabajo individual sobre un espacio curricular, mientras que las horas institucionales suponen un modo colectivo de concebirla, donde los docentes se vinculan entre sí, por áreas de conocimiento, años, ciclos, proyectos, etc.
- Si en el modelo pedagógico tradicional los estudiantes construían individualmente su lugar en la escuela, figuras como los maestros comunitarios en primaria o coordinadores de curso en secundaria, se proponen acompañarlos en dicho proceso, interpelando de ese modo, antiguas y persistentes representaciones sobre las responsabilidades individuales de los sujetos en sus destinos educativos.
- Mientras que el modelo pedagógico tradicional planteaba como responsabilidad individual los aprendizajes alcanzados o no (en el marco de la lógica del mérito), propuestas como las “maestras de apoyo” y “tutorías” reflejan que en la actualidad, las alternativas pedagógicas se plantean la relevancia de construir condiciones y oportunidades de aprender para todos los niños/jóvenes, independientemente de su procedencia social.
- Coexisten en la actualidad diferentes modos de construir y legitimar la autoridad docente. Por un lado, una forma vertical y disciplinar presente desde los orígenes del nivel. Por el otro, se plantea que ellas deben asentarse en la construcción de consensos colectivos sobre el mejor modo de sostener propuestas comprometidas con el derecho a la educación, que coloquen en el centro de sus preocupaciones el trabajo con el conocimiento. Esto supone una nueva demanda hacia el trabajo docente para desarrollar argumentos públicos sobre sus opciones pedagógicas, dando la palabra en este proceso a estudiantes y familias, sobre cuestiones escolares que anteriormente no ingresaban en la agenda de diálogo escolar.
- El lugar de los estudiantes en la relación didáctica cambia profundamente. En la lógica disciplinar aún subsistente, las propuestas de enseñanza pueden construirse sin necesidad de preguntarse por los intereses y modos de relación con el saber de los estudiantes. Por el contrario, las alternativas pedagógicas que vienen insertándose en la tradicional estructura escolar, se plantean estas cuestiones como condición de inicio para enseñar, con la hipótesis de que así se propician experiencias escolares valiosas.
- En el abanico de diferencias existentes entre modelos pedagógicos, funciones y posiciones escolares, el Estado promueve trabajos colectivos con proyectos y programas, que demandan a los docentes tiempos no reconocidos laboralmente para su concreción.
En las tensiones mencionadas es posible reconocer -como señalan Arroyo y Nobile (2014)- la capacidad del Estado para direccionar políticas, así como la presencia de apropiaciones institucionales muy diferentes entre sí, por parte de los colectivos docentes.
Políticas de enseñanza para construir mayores oportunidades de aprendizajes
Las modificaciones del régimen académico, revisando criterios de promoción, construyendo nuevas ofertas culturales (jornada extendida, CAJ) y circuitos alternativos de escolarización, como los PIT y las Escuelas Pro-A, son marcos que alteran agrupamientos, tiempos y parte de los contenidos escolares, pero por sí mismos no inciden en las prácticas de enseñanza, ni generan mejores oportunidades educativas. En este sentido, es posible advertir que en ellos, el desarrollo de propuestas pedagógicas donde los estudiantes -además de aprender- se “sientan bien” en la escuela y con sus docentes, depende en gran parte de los tiempos y espacios generados para el encuentro entre ellos y con los docentes, sin las preocupaciones del control fundante de nuestro sistema educativo. Algunas investigaciones (Vanella y Maldonado, 2013; Nobile y Arroyo, 2014) han mostrado que el mayor tiempo compartido entre estudiantes y las variaciones en el régimen académico, mediante cambios en los sistemas de promoción y evaluación, generan modos de relación con el saber difíciles de lograr en el formato escolar tradicional. Pero ¿ello nos habilita a sostener que todo lo que ocurre en las aulas comunes está desprovisto de sentido y significatividad para los estudiantes? ¿Acaso lo novedoso y significativo en términos pedagógico- didácticos depende de una alteración en los modos de agrupamiento estudiantil? ¿Es esta una de las claves para disminuir las desigualdades educativas existentes? ¿Cómo sostener tales supuestos, cuando gran parte de los docentes que participan de estos programas y dispositivos alternativos dan clases, también, en las aulas comunes?
Creemos que en el centro de estas controversias se encuentran disputas de sentido sobre el trabajo de enseñar, pero también de saberes disponibles en cada “aula/ puesto de trabajo”, para tramitar las complejidades de la inclusión, mediante relaciones significativas con el saber. No se trata de una disputa entre buenos y malos docentes, comprometidos y no comprometidos, actualizados y no actualizados, jóvenes y viejos. Por el contrario, estamos enfrentando actualmente consecuencias que, en el plano de las representaciones y prácticas de enseñanza, comienzan a generar un nuevo mandato social que entiende a la educación como un derecho de los niños y jóvenes y una responsabilidad del Estado, atravesando de punta a punta la organización del trabajo escolar, con independencia de sus formatos.
Nuestras investigaciones desde el ICIEC, así como el trabajo con escuelas y docentes en toda la provincia, nos muestran una presencia aún débil del Estado en el acompañamiento al trabajo de enseñar, pero también todo lo que es posible cuando se construyen espacios de diálogo y reflexión, que por su constancia en el tiempo habilitan el desarrollo de miradas comunes sobre los desafíos en cada escuela y las alternativas exploradas en cada aula, para que la relación con el saber funja como abrigo de la infancia y juventud. Por eso, en la actualidad, es necesario profundizar las políticas de enseñanza en la escala del sistema. Ellas constituyen un recurso público estratégico para mejorar las oportunidades de aprendizaje de todos los niños y jóvenes.
educar en Córdoba | no 32 | Diciembre 2015 - Enero 2016 | Año XI | ISSN 2346-9439