La escolaridad moderna se organizó sobre un conjunto de principios que estructuraron con fuerza los modos de trabajo escolar, naturalizando opciones político-pedagógicas sobre las cuales se asentaron decisiones institucionales, curriculares y didácticas de gran relevancia. El establecimiento de una fuerte diferenciación entre el adentro y el afuera escolar; un modelo de autoridad vertical; la organización del saber por espacios curriculares; la construcción de la gradualidad como modo de agrupamiento de los alumnos, según la cual a cada edad correspondía un curso escolar determinado y un conjunto de contenidos para aprender; una concepción del trabajo docente como opción vocacional; una perspectiva positivista del conocimiento, como algo objetivo y acabado, son solo algunas de las piezas que dieron forma e identidad a los procesos de escolarización.
Allí, en la base de dichos principios, invisible en los debates pedagógicos y discusiones de política educativa, se encontraba una concepción del tiempo monocrónico y medible. En ella, las políticas, instituciones y sujetos podían y debían adecuarse a una temporalidad única, natural y libre de condicionamientos sociales y subjetivos. Fue la tecnocracia educativa hacia la década del sesenta, la que llevó a un extremo esta posición. Las Taxonomías de Bloom mostraban la ilusión de gobernar las prácticas educativas fijando tiempos para enseñar, aprender y regulando el trabajo docente, al establecer momentos específicos para la planificación, el desarrollo de las clases, el diálogo con los estudiantes, los modos y momentos de evaluación, así como los de trabajo institucional. En esta perspectiva, los niños y jóvenes eran entendidos como objeto y no sujetos de derechos y los procesos de escolarización tendían a pensarse como parte de un tiempo no social. De esta forma, estar en la escuela era prepararse para la vida, formarse como ciudadanos, aprender lo necesario para trabajar o continuar estudiando. Es decir, las condiciones de igualdad en este modo de pensar el tiempo eran un punto de llegada y no de inicio, en la relación educativa.
Las insuficiencias de esta forma de pensar el tiempo y su relación con las prácticas educativas comenzaron a reflejarse con nuevas experiencias y perspectivas pedagógicas. La corriente de la Escuela Nueva, con Dewey, Montesori, Kilpatrick, pero también en Argentina con las hermanas Cosettini o Luz Vieyra Mendez en la Escuela Normal Superior en Córdoba, al colocar en el centro de la relación educativa a los sujetos, al reconocer la presencia de una subjetividad que debe atenderse desde el trabajo pedagógico, al recuperar la preocupación de Rousseau por no concebir al niño como un adulto en miniatura, sentaron las bases de una discusión sobre las implicancias que poseía la homogeneidad de los tiempos escolares en los sujetos, pero también en los proyectos escolares y sus finalidades. Las perspectivas de base sociológica mostraron, entre l os años 60 y los 80, que las relaciones educativas se encuentran atravesadas por una subjetividad ineludible –en términos antropológicos- y necesaria para construir acuerdos de sentidos sobre los bienes culturales, que la escuela pone a disposición de los niños y jóvenes, que no se rigen por una única temporalidad. Es decir, que las relaciones educativas están atravesadas por una multiplicidad de tiempos: de la enseñanza, el aprendizaje, las instituciones, las políticas, pero fundamentalmente de los sujetos: docentes, estudiantes y familias. Entre ellos, más que armonía, existen tensiones lógicas y permanentes durante el desarrollo del trabajo pedagógico.
El derecho a la educación pone en crisis formas tradicionales de concebir el tiempo escolar
Si la tradicional forma de pensar el tiempo escolar comenzó a resquebrajarse con experiencias pedagógicas y aportes de diferentes disciplinas (Sociología, Antropología, Psicología, etc.), fue la universalización del acceso a la escuela primaria y su culminación, así como el mayor acceso y la permanencia de nuevos sectores a la escolaridad secundaria, en el marco del reconocimiento de los niños y jóvenes como sujetos y no objetos de derecho por parte de las políticas públicas durante las últimas décadas, lo que generó una ruptura profunda sobre los principios de la escolaridad moderna, y los modos de pensar y organizar las prácticas educativas. En este marco, han surgido un conjunto de interrogantes profundos sobre cómo construir experiencias escolares equivalentes en todos los estudiantes. Como parte de estas preocupaciones, se optó por incrementar los tiempos de escolarización, ampliando la obligatoriedad escolar hasta el nivel secundario, las horas escolares con la Jornada Extendida y fijando en 190 días el calendario escolar. Estos avances por democratizar la educación no lograron articularse con transformaciones, en los tiempos necesarios, de la organización del trabajo escolar. Por ello, actualmente coexiste una perspectiva político-pedagógica que reconoce la pluralidad de tiempos para enseñar y aprender, manteniendo una organización moderna del trabajo pedagógico y laboral, que entiende al tiempo como sucesión pautada y monocrónica de sucesos.
El mayor tiempo de escolarización tensionó los pilares de la escolaridad moderna y generó interrogantes sobre qué hacer con él. ¿Está destinado a más de lo mismo?, ¿a un hacer más intensivo?, ¿a un trabajo con más contenidos?, ¿a dar menos contenidos y más tiempo para construir aprendizajes? ¿Qué implica mayor tiempo escolar en los diferentes sectores sociales y para el trabajo docente? Por primera vez, la política pública asumió -con la Resolución 174, donde se establece la Unidad Pedagógica para los dos primeros años de la escuela primaria- la existencia de una variedad de tiempos en los procesos de aprendizaje de los estudiantes, no ajustables al calendario escolar anual y que desatender este hecho genera mayor desigualdad educativa. Pero esta medida instaló un nuevo debate sobre cómo pensar los tiempos de la enseñanza; construir una mirada de los niños que institucionalmente vaya más allá del año lectivo y se centre en un proyecto formativo; los modos de trabajar las secuencias didácticas; agrupar a alumnos; valorar sus producciones sin la lógica punitiva de la evaluación escolar moderna; pero también, sobre las limitaciones que poseen las pruebas internacionales como PISA, que procuran estandarizar y homogeneizar tiempos y procesos de enseñanza y aprendizaje, según edades, en realidades socioculturales y con proyectos formativos muy diferentes entre sí. Estas tensiones son mayores si se considera que quienes deben sostener la apuesta por revisar la concepción tradicional del tiempo escolar, son un producto justamente de lo que se quiere superar.
El incremento de los tiempos de escolarización afectó también los modos de relación con la familia. En la escuela tradicional, ella era reconocida como aliada estratégica en tanto le reconociera una autoridad sin cuestionamientos ni interrogantes sobre los motivos en que fundaba sus opciones pedagógicas. Por ello, los tiempos de relación con las familias se reducían, en general, a informes de progreso escolar, llamados de atención sobre conductas de sus hijos, pedidos de colaboración en la organización de actos, ferias y/o paseos escolares. Sin embargo, en tiempos de reconocimiento de la educación como un derecho, cada vez con más fuerza, las familias asumiéndose como partícipes de la formación de sus hijos reclaman conocer (independientemente de su nivel socioeconómico), las razones y argumentos en que se fundan las decisiones pedagógicas tomadas en la escuela. Esta situación interpela de otro modo el trabajo docente que además de enseñar, debe hacerse de un tiempo para mostrar, contar y convencer que las opciones construidas son las mejores para sus hijos. La relación escuela-familia se ha visto afectada por las propuestas de extensión del tiempo escolar, en la media en que está muchas veces asociado a la presencia de más contenidos curriculares y por ende, de más aprendizajes de sus hijos. Queda como desafío para resignificar la relación escuela-familia, otorgar centralidad a mostrar lo que la escuela logra ofrecer a sus hijos en términos de propuesta formativa y la relevancia que posee en ella, la inclusión de expresiones artístico-culturales, el desarrollo de experiencias de participación en centros de estudiantes, en los centros de actividades juveniles, etc. Es decir, de disputar el sentido restringido sobre el trabajo escolar, para reinstalarlo como parte de la relación con la variedad de formas culturales y prácticas sociales que nuestra sociedad ha construido.
Más derechos educativos, nuevos tiempos de trabajo escolar
El reconocimiento de la Educación como un derecho de los sujetos y una responsabilidad del Estado, instaló la preocupación por garantizar la asistencia continua de los estudiantes a la escuela y el debate por los modos de garantizar las clases sin interrupciones. El tiempo escolar asume aquí diferentes preocupaciones: cómo disminuir la discontinuidad en la asistencia a la escuela por parte de aquellos estudiantes que mayores constricciones materiales poseen y cómo construir mecanismos para que el ejercicio de derechos laborales vinculados con cuestiones de salud y/o participación en instancias de formación (muchas de ellas brindadas por el mismo Estado), no se traduzcan en ausencia de clases para los estudiantes. En ambos casos, el lugar del Estado es central; por un lado, para el desarrollo de políticas sociales y culturales que generen mejores condiciones para la asistencia constante de los niños y jóvenes a la escuela; por otro lado, para modificar y fortalecer un sistema de coberturas docentes que evite la colisión de dos derechos: el tener clases de los estudiantes y el formarse y/o enfermarse de los docentes, en tanto trabajadores.
Con la ampliación de oportunidades educativas se profundizó la heterogeneidad en la composición grupal al interior de las aulas, donde con mayor frecuencia es posible encontrar estudiantes con edades, saberes y experiencias muy diferentes entre sí y por ello, con desiguales posibilidades de acceso a los bienes tecnológicos, culturales, artísticos, lúdicos, etc., que existen en nuestra sociedad. Estos escenarios de enseñanza generan el interrogante sobre los alcances, límites y sentidos del trabajo pedagógico, en especial con aquellos estudiantes cuya relación con la organización monocrónica del tiempo aún instituida, resulta problemática. En este sentido, adquiere relevancia interrogarnos sobre ¿qué otros espacios para la promoción de la lectura, el desarrollo de actividades artístico-culturales y/o de participación hemos desarrollado como sociedad? Pues, en la medida en que se delegue en la escuela todas las opciones de este tipo, habrá una insuficiencia fundante en las propuestas de formación ofrecidas a los niños y jóvenes. El tiempo escolar aquí debe asumirse como una parte del tiempo educativo y se caracteriza por ser vital y a la vez, siempre insuficiente en la experiencia formativa de los sujetos, que se encuentra articulada con otros dispositivos sociales: la familia, los grupos de pares, los clubes, etc.
La preocupación por la enseñanza, el trabajo con el conocimiento y lo que ocurre en la escolaridad, fue paralela a una transformación en el modo de entender el trabajo docente, generando desde hace 30 años, en forma casi ininterrumpida, nuevas demandas. De este modo, las planificaciones por áreas y/o temas, así como el desarrollo de proyectos pedagógicos y las estrategias para el seguimiento de trayectorias estudiantiles, están en la base de una concepción sobre el trabajo docente, que deja de reducirlo a la transmisión de contenidos y lo reconoce como un trabajo con la cultura, orientado a que todos se sientan parte de esta sociedad y que cada uno sepa que puede incidir en futuros cambios, donde la solidaridad y la justicia son horizontes de futuro y el reconocimiento de igualdad en oportunidades, derechos y capacidades entre los sujetos, un aspecto fundante de las relaciones educativas.
Transformar la organización temporal del trabajo escolar para enriquecer el futuro educativo
Son muchos los esfuerzos realizados por construir mayores oportunidades educativas, también son muchos los logros. Sin embargo, dos son los aspectos que actualmente emergen como obstáculos para su profundización. Por un lado, una transformación en la organización del trabajo escolar asentada en una concepción del tiempo lineal, predecible y estructurada que obstaculiza el desarrollo de propuestas pedagógicas flexibles, donde se puedan repensar las articulaciones entre espacios curriculares, los modos de agrupamientos estudiantiles y el encuentro entre los docentes para el desarrollo de formas cooperativas de trabajo. Por el otro, la ausencia de un debate profundo sobre las implicancias que poseen las políticas de inclusión educativa en los tiempos de trabajo docente.
Una parte importante de las propuestas y alternativas para la revisión de los tiempos escolares, en el marco de una organización del trabajo escolar tradicional, no se están construyendo desde los discursos académicos o las políticas educativas, sino como hace ya más de un siglo, desde el interior de las escuelas. Son los docentes quienes ensayan novedosas formas de organización y reorganización de los tiempos y modos de enseñar, construyendo más oportunidades educativas para los estudiantes, con formas colegiadas de trabajo y consensos profundos con las familias sobre el sentido de los cambios propuestos. Simultáneamente, se aprecia que el actual modelo laboral docente, que desde sus orígenes fue concebido como un hacer circunscrito al aula, en la actualidad es claramente insuficiente para sostener las demandas derivadas de las políticas de inclusión, vinculadas con generar propuestas pedagógicas colectivas, construir instancias de diálogo sostenido con la comunidad, desarrollar estrategias para el seguimiento de las trayectorias escolares, etc.
Dos cuestiones emergen como relevantes en relación a los tiempos escolares. Por un lado, comenzar a visualizar modos de hacer en la escuela, que otorgan nuevos sentidos al tiempo escolar y poseen gran potencialidad para pensarse como propuestas a escala del sistema educativo. Por otro lado, avanzar hacia un modelo laboral docente compatible con el modelo pedagógico propuesto por la política pública. Esto implica que el trabajo frente al aula debe ser solo una parte del tiempo laboral docente. En algunos países de Latinoamérica y Europa se viene avanzando en generar jornadas donde el trabajo frente a alumnos ocupa diferentes porcentajes (el 50%, 40%, o 30%) del tiempo laboral docente, mientras que otra proporción del mismo se destina a actividades pedagógico-institucionales. Es este un horizonte de futuro para construir condiciones pedagógicas que redunden en mejores oportunidades educativas, superen discursos que hacen del trabajo docente un asunto de voluntarismo vocacional y reconozcan que al compromiso de enseñar día a día reflejado en nuestras escuelas públicas, hay que cuidarlo y reconocerlo.
educar en Córdoba | no 30 | Octubre 2014 | Año XI | ISSN 2346-9439