Las transformaciones en las políticas públicas en los últimos 10 años en Argentina, así como los intensos cambios culturales que atraviesa la institución escolar, permiten reflexionar -entre muchas otras cosas- sobre el lugar del Estado en el sistema educativo, sobre el rol de la escuela en la construcción de igualdad y sobre la inclusión que propicia el trabajo de los maestros. Estos temas fueron recorridos en la entrevista que el equipo de producción de educar en Córdoba realizó a la Lic. Alejandra Birgin, especialista en políticas educativas y en la formación y el trabajo docente.
Tras una extensa jornada de principios de octubre del año pasado, en la cual disertó en la sede de UEPC sobre las instituciones educativas frente a los retos de la sociedad contemporánea, Birgin fue desgranando, entre mate y mate, algunas de sus opiniones sobre las transformaciones y desafíos de la escuela y los docentes en la actualidad.
Gonzalo Gutiérrez (GG): Volví a leer, después de dos o tres años, tu texto para la apertura del Programa Integral para la Igualdad Educativa (PIIE), titulado “La apuesta por la igualdad en la enseñanza”. Marcó el inicio de un proyecto emblemático para recuperar el lugar cultural de la escuela -no solo simbólico, sino también territorial-, con un sentido fuerte en relación a los chicos, al lugar del conocimiento y del maestro. Pasaron prácticamente diez años desde ese trabajo -que fue escrito en 2004- y algunas definiciones siguen siendo interesantes para reflexionar: concebir a los docentes como trabajadores de la cultura, a la escuela como un espacio que aloja y da lugar a la diferencia mediante procesos de transmisión, y a la enseñanza como aquello que le da identidad. La preocupación en ese período era reposicionar a la escuela después de lo acontecido en el año 2001.
Alejandra Birgin (AB): El eje era reubicar a la escuela como ámbito de transmisión de la cultura y de construcción de la igualdad. Porque es necesario recordar de dónde veníamos: la crisis que estalló en 2001 estuvo marcada por el hambre, la desestructuración de los vínculos, el desempleo, etc. Allí, las escuelas hicieron de refugio, alojando a las infancias desamparadas. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de Argentina si en ese momento no hubieran operado las escuelas como sostén. Pero después de 2001, cuando nuestro país comenzó a recuperarse, uno de los núcleos que queríamos debatir era el vínculo entre la institución escolar y la asistencia. Así, en las discusiones iniciales del PIIE, la cuestión era cómo reposicionar a la escuela en la tarea de construir igualdad y cómo esa construcción está indisolublemente relacionada con la transmisión de la cultura. Porque, como decía Silvia Bleichmar, es el derecho a lo simbólico lo que le restituye al sujeto humano su condición de tal. De eso se trataba cuando discutíamos la justicia en términos escolares: de reponer el lugar de la escuela como transmisora de la cultura, de reponer la confianza en que todos los chicos y chicas pueden aprender.
GG: Diez años después, muchas cosas cambiaron en las escuelas, sobre todo con la decisión del Estado de asumir a la educación como una de sus responsabilidades centrales, pero también como un derecho que tienen todos los sujetos. Pero, cuando escuchamos a los docentes, la sensación de crisis es similar a la de años atrás, como si nada se hubiera modificado. A lo mejor con algunos matices, pero observamos dificultades para reconocer que estos nuevos problemas son de otro orden, derivados de todo lo que se pudo construir.
AB: Allí se superponen varios tipos de problemas. Estoy convencida de que vivimos en nuestro país un tiempo de ampliación de derechos, tanto de las infancias como de los trabajadores. Aunque falta mucho, las condiciones de trabajo de los docentes y las condiciones de muchísimos colegios han mejorado notablemente. Ahora bien, eso no alcanza para describir lo que pasa en las escuelas, que están atravesadas, además, por un proceso de largo plazo, de otro orden, vinculado a lo que Francois Dubet llama “el declive de la institución escolar”, que refiere a un tipo de socialización, a un modo de inscripción de la cultura en los individuos. Ese declive explica parte del “malestar pedagógico” que hoy sigue vigente en muchos docentes, y que también encontramos en muchos países del mundo occidental que tienen condiciones materiales muy diferentes a las nuestras. No es fácil ser docente en este tiempo. Y en ese sentido, habría que señalar que, más que de una crisis, podemos hablar de un cambio, una mutación “epocal”, que atraviesa a la institución escolar en la que trabajamos día a día.
GG: Es interesante, porque a veces tendemos a mirar los problemas escolares como estrictamente tales, cuando en realidad están en el marco de una trama mucho más amplia y compleja. Vuelvo al texto de “La apuesta por la igualdad en la enseñanza”, donde marcabas claramente cuáles eran los desafíos de esa tarea: alojar, cuidar, reconocer, hacer lugar a la diferencia. En esa línea se registraron algunos nuevos desarrollos, como los de Flavia Terigi, quien planteó que esta transformación en las condiciones escolares evidencia que no tenemos todavía saber pedagógico construido para dar respuesta a eso. Y ahí se da un proceso interesante, que tiene que ver con que esta incertidumbre -por momentos-, anula las seguridades con respecto a lo que sí pueden hacer los docentes en materia de enseñanza.
¿Qué líneas pueden pensarse para poner en contexto algunas cosas que sí se están logrando?
AB: De nuevo, es un tema bien difícil. Pero atención, porque la escuela sigue siendo un lugar privilegiado donde las sociedades reciben a los nuevos, a los “recién llegados”, un lugar donde tiene lugar la transmisión de la cultura. Más aún: donde tiene lugar ese gesto insustituible de un docente que da la bienvenida a la cultura, a ese patrimonio que es de todos y que se transmite en la escuela. Porque convengamos que las nuevas tecnologías ponen muchas cosas a disposición, algunas nuevas y otras viejas. Pero no pueden hacer ese gesto inconmensurable de inclusión, de hacer parte a los nuevos del tesoro común que tenemos como sociedad.
Es cierto que actualmente la autoridad y la legitimidad docente ya no vienen otorgadas desde un Estado todopoderoso, como hace cinco o diez décadas, el docente ya no está en un lugar sagrado e indiscutible. En este marco, en el que la autoridad del maestro parece legitimarse en cada acción, lo estatal, lo colectivo y lo gremial tienen un lugar importante. En Argentina contamos, en comparación con otros países, con sindicatos docentes que sostuvieron que la pelea por las condiciones de trabajo era también la lucha por la escuela pública y eso no es poco. Hay mucho trabajo por delante para colectivizar ciertos saberes, para reconocerlos en términos más horizontales.
También hay mucho por hacer en cuanto a los desafíos que plantea Flavia: estamos pidiendo a la escuela y a quienes en ella trabajan, que se hagan cargo de situaciones absolutamente novedosas, para las cuales no hay todavía un saber construido. Eso puede entenderse como una oportunidad para renovar algunas prácticas escolares, pero entonces tendríamos que trabajar para dar estatuto de saber a aquellas alternativas que se construyen en el territorio, a la vez que preocuparnos también, como señala Terigi, por políticas de producción de esos saberes.
GG: ¿Qué tipo de presencia del Estado hace falta?
AB: Lo primero es reconocer que hoy no tenemos un Estado ausente. Con sus dificultades y contradicciones -no hay que subestimar las peleas y complejidades que involucra la construcción del “posneoliberalismo”-, hay un Estado que incrementó mucho su presencia. Seguramente, ya no se trata de la verticalidad que sostenía al programa institucional, pero el Estado tiene responsabilidades indelegables respecto de las escuelas. O, mejor dicho, respecto del derecho de todos los chicos y las chicas a recibir una educación equivalente. Podríamos afirmar, entonces, que actualmente la responsabilidad del Estado es producir las condiciones para hacer efectivo ese derecho y encontrar esas respuestas que aún nos faltan.
En ese sentido, los Institutos de Formación Docente (ISFD) tienen un potencial interesante, porque forman parte de la mayor red de instituciones con cercanía territorial a las escuelas, con gente que trabaja desde la pedagogía y las didácticas, desde donde se podrían construir o fortalecer -pues en muchos casos ya existen- redes de acompañamiento. Una resolución del Consejo Federal de Educación estableció esta como una de las funciones de los ISFD, pero aún falta. Cada vez más el lugar del Estado tiene que ver con la generación de condiciones, tanto desde el punto de vista material como simbólico. El origen del PIIE está vinculado, justamente, a la idea de que la justicia y la igualdad no se construyen solo con la reposición material.
Quiero reflexionar además sobre otra cosa, vinculada a lo que plantea Flavia Terigi. Lo cierto es que la década del 90 -la etapa más flagrante de cristalización de la injusticia en nuestro país-, en el campo educativo fue acompañada por una importante producción de conocimiento tecnocrático. Muchas veces los sectores progresistas la subestimamos, pero lo cierto es que allí había respuestas concretas (PEI, CBC, circuitos de capacitación, acreditación, indicadores de calidad, etc). Por ejemplo, si tomamos el debate sobre la evaluación -por mencionar un tema álgido-, los noventa inauguraron esta discusión. Nosotros criticamos con fuerza aquellos criterios, pudimos avanzar en la crítica, hemos construido condiciones más justas. Pero creo que subestimamos la necesidad de conocimiento técnico. Y hoy se están pensando alternativas interesantes y plurales, que están en construcción.
GG: Una parte de las tensiones y debates que generan las políticas de inclusión e igualdad en las escuelas tiene que ver con los dilemas que se le presentan a los docentes dentro del aula. Hemos trabajado con muchos de ellos cuyo planteo -para decirlo de manera provocativa- se resume en esta expresión: a más inclusión educativa, mayor injusticia didáctica. Trabajar con chicos que estaban destinados a no estar en la escuela, ocasiona que dentro del aula el trabajo de enseñar termine desfavoreciendo a otros.
AB: No necesariamente. Pero es cierto que pone en cuestión un rasgo nodal del trabajo de enseñar como venía programado: la idea de grupo homogéneo, de únicas propuestas de enseñanza. La entrada de nuevos chicos -algunos de ellos muy difíciles para la forma escolar clásica- nos desafía absolutamente. Porque no se trata de “retenerlo” en la escuela, para mí eso no es inclusión. Incluir un niño o joven en la escuela es hacerlo en los procesos de enseñanza. Este planteo está en el corazón del PIIE: la construcción de la inclusión implica poder decirle: “bienvenido al aprendizaje, a la enseñanza, porque sos igual que el otro y tenés el mismo derecho a la porción de la cultura que los adultos hemos resuelto transmitir”. Ahora, por supuesto que la llegada de otros chicos a la escuela implica desafíos importantes para que se produzca una efectiva inclusión. Y en ese sentido, el desafío y la complejidad de las políticas debe ser mucho mayor que el de acercar a los niños y jóvenes a las paredes de la escuela.
Voy a ponerlo en otro terreno, que me preocupa mucho: en Argentina, a partir de este avance de los derechos, la obligatoriedad del nivel medio expandió de manera notable las tasas de matriculación en el nivel superior. Así, llegan chicos con recorridos escolares heterogéneos, muchos de ellos con trayectorias de una “escuela de baja intensidad”-como dice Gabriel Kessler-, que se han criado con padres desempleados, con una desorganización importante en sus hogares. Muchos jóvenes que entran hoy a la escuela media o al nivel superior, son hijos del 2001. A ellos les hemos abierto – de forma responsable desde el punto de vista de la justicia- esas instituciones. Ahora, estaríamos estafándolos y estafándonos respecto a esa construcción de la justicia si creyésemos que una institución concebida para unos pocos -se definan estos como se definiesen- puede recibirlos y acompañarlos con el mismo formato, con la misma gramática, con la que funcionaba 50 o 100 años atrás. Eso no permitiría la inclusión en el nivel superior. Tampoco se trata de hacer una institución distinta para ellos, por supuesto. Pero ahí aparecen otros desafíos de este tiempo, no solo en términos políticos, sino de la construcción institucional y pedagógica necesaria para que la justicia y la inclusión que buscamos sean efectivas.
GG: ¿Cuáles son los desafíos de la enseñanza en la actualidad?, ¿qué cosas son necesarias para sostener los planteados en aquel texto, escrito hace casi 10 años?
AB: El trabajo de quienes enseñamos está vinculado a la cultura, y por ello tenemos que ser conscientes de la arbitrariedad y responsabilidad respecto a qué porción de ella transmitimos, cómo eso no es neutro. Entonces, si ciertas condiciones materiales empiezan a transformarse en las escuelas, a la vez que se incrementan los desafíos, hay que afrontar un debate más específico alrededor de qué transmitimos y cómo. Y hacerlo desde la perspectiva de una didáctica crítica, que se pregunta por los sentidos y piensa distintos modos de apropiación, en una etapa de transformaciones culturales impresionantes, donde además la cultura digital nos abre enormes posibilidades, problemas, interrogantes.
A esto sumaría una discusión que, por suerte, empieza a hacerse un lugar: qué significa hoy pensar la descolonización de los saberes. Tenemos en el Mercosur una formación docente que en ningún caso incluye el pensamiento latinoamericano. Nos estamos planteando un espacio regional diferente -algo que parecía un sueño-, y eso debe incluir el reconocimiento de los saberes y de la producción de conocimiento que tenemos en América Latina. Considero, entonces, que es un desafío muy potente establecer otro vínculo con la cultura -desde una concepción más amplia de este término-, que reconozca el momento interesante que atravesamos en la región. En ese sentido, el Movimiento Pedagógico Latinoamericano puede ser un aporte, pero es, a la vez, un reto muy fuerte para los Estados.
GG: En esto de pensar qué es lo propio de la escuela, lo que aparece en el centro es el asunto de la infancia, asumir que ella necesita ser cuidada. Nosotros venimos sosteniendo desde hace un tiempo que es preciso concebir que la enseñanza es también una forma de cuidado.
AB: No tengo ninguna duda sobre eso. Pero, ¿qué significa que la escuela cuide a la infancia? Significa que le enseñe, que haga efectivo su derecho a la cultura, a los saberes que la humanidad construyó. Más aún, hoy nos estamos planteando que esa porción de la cultura enseñada no es simplemente aquella que mira hacia el “mundo occidental”, sino que también tiene que reconocer los saberes que se construyen en nuestra Patria Grande. Hay que hacerse cargo de lo que llamamos la “responsabilidad pedagógica”, que tiene que ver con el compromiso, contra viento y marea, de no renunciar a enseñar. De todas maneras, para esto hay pocas fórmulas y es bueno recuperar algo que decíamos antes: cómo ese docente se siente habilitado para arriesgarse. Por eso, si lo que prima es la búsqueda, hace falta cierta fortaleza para encontrarse con algo inesperado en el aula, no sufrirlo, sino buscar alternativas. Philippe Meirieu tiene una idea que, aunque la utiliza en otro ámbito, me gusta mucho: hace falta producir espacios de seguridad, que te permitan equivocarte, que no sientas que si errás, todo está en riesgo. Para la labor docente es oportuna esta afirmación: creo que mientras hay apuesta, estamos poniendo en juego también nuestra responsabilidad pedagógica.