La educación puede ocupar un lugar central en la articulación de los diversos proyectos de cambio existentes en el continente. Y no porque vayamos a tener una educación similar en nuestros países, pues las historias y los desarrollos de cada uno son singulares, sino porque es innegable que América Latina tiene un umbral común, negado durante muchos años, que debemos recuperar dentro de los sistemas educativos públicos.
Con respecto a Chile, por desgracia, lo que podemos poner como ejemplos son nuestros dramas. En nuestro país, la evaluación estandarizada ya no es un mecanismo de desarrollo del proceso de enseñanza-aprendizaje, sino un indicador de mercado. A las escuelas les corresponde un puntaje de acuerdo a esa evaluación y los padres eligen la institución según esa calificación. En la teoría eso suena perfecto, pero en la realidad significó, en palabras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que “Chile ha construido intencionadamente el sistema educativo más segmentado en el mundo”, lo cual resulta un eufemismo para no decir clasista. Y eso es responsabilidad de la dictadura de Augusto Pinochet, pero también de los gobiernos democráticos posteriores, que profundizaron ese clasismo.
El mecanismo para ello fue pensar desde una concepción de Estado de Bienestar en medio de un Estado neoliberal. El razonamiento fue: estamos en transición democrática, necesitamos más recursos para las escuelas y la derecha domina el Parlamento; entonces, hagamos que paguen más los que tienen más, menos los que tienen menos y que no paguen los que no tienen. Fuera de todo contexto, esa propuesta parece redistributiva, pero terminó generando escuelas de los que no poseen nada, de los que cuentan con algo y de los que más tienen y que las instituciones de los más pobres sean las públicas, mientras las otras reciben financiamiento de sus estudiantes y del Estado.
Otra cuestión es la calidad educativa. El sistema de educación chileno tenía 88% de su matrícula en el sector público en 1980. Este resulta un tema importante, porque la privatización siempre presentó como un logro la cobertura alcanzada, pero en Chile siempre estuvo garantizada por el sistema estatal. Lo que realmente prometía el neoliberalismo era mayor calidad y resulta que la crisis que tenemos actualmente radica allí. Entonces, desde el punto de vista de una buena educación, fue un completo fracaso. Pero todo eso, además, tuvo su impacto en la sociedad, porque fue creando cierto sentido común y en la actualidad los maestros tenemos que enfrentarnos con eso. Por ejemplo, se impuso la idea de que únicamente vale aquello que es pago. Eso se introdujo en la conciencia de la educación en Chile y así estamos casi por acabar con la educación gratuita.
Cuando los jóvenes salieron a la calle en 2006 -y luego en 2011, en 2012 y en 2013-, no lo hicieron solo por infraestructura, mejores sanitarios o el pasaje escolar, sino porque tomaron conciencia de que en un sistema educativo como el chileno, no importa el esfuerzo para prosperar.
En Chile tenemos la necesidad de impulsar el Movimiento Pedagógico, y tendrá que ser la organización sindical quien lo promueva. Debemos hacerlo para recuperar con contenido la educación pública y el rol docente, que debe ser transformador y liberador. Paulo Freire lo repitió muchas veces: la escuela y el sistema educativo no cambian las sociedades, pero sí a quienes van a modificar las sociedades. Si se destruye la escuela pública, se aleja la posibilidad de esa transformación. Eso es lo que se intentó en Chile y contra ello es que estamos generando propuestas desde los trabajadores.