Atravesamos una coyuntura local y global de cambios críticos y transiciones profundas. Estamos, por ello, en la búsqueda de nuevos equilibrios.
En retrospectiva, al asociar esta realidad con otros momentos críticos de nuestra historia reciente, surge el 24 de marzo de 1976, con el inicio de la dictadura cívico militar con 30.000 personas detenidas-desaparecidas; el desenlace del gobierno de Raúl Alfonsín en 1989, con hiperinflación, saqueos y pérdida del poder político; y diciembre de 2001, con el fin del gobierno de Fernando De la Rúa y de la convertibilidad. Grandes rupturas que provocaron cambios profundos en nuestras vidas, transformaciones que modificaron los escenarios políticos y sociales de nuestro país. Momentos de quiebre donde no pudimos o no encontramos la manera de resolver civilizadamente las diferencias y las tensiones que nos permitieran construir los consensos necesarios para que nuestra convivencia fuese más justa y armónica.
Las crisis son dolorosas, generan dudas e incertidumbres y nos invitan a identificar aciertos y errores, a transitar nuevas realidades. Son una posibilidad para que, en medio de la tempestad, emerja lo más creativo de nuestro carácter y nuestras capacidades, para poder construir nuevos acuerdos que nos permitan seguir viviendo de manera civilizada. La “Fábula de los 17 camellos” que nos recordaba Inés Dussel (puede leerse aquí) aporta una posible respuesta para entender lo que nos está pasando: arriesgarnos a pensar de un modo distinto, que aún no hemos reconocido como válido.
El actual escenario nos desafía a incorporar –a nuestras habituales formas y modos de interpretar lo que está pasando– otros dispositivos teóricos, explicaciones y análisis, propuestas más creativas y disruptivas, pues aquellas herramientas con las cuales explicábamos el mundo, la educación, la escuela y la organización y el trabajo docente comienzan a resultar poco válidas para participar y tomar decisiones en un mundo que se reconfigura en otras claves –ni peores, ni mejores, simplemente diferentes a las ya conocidas–. Encontrar una nueva síntesis civilizatoria es un imperativo necesario para transitar otros escenarios en los que nuestras ideas y pareceres reencuentren una potencia social y cultural imprescindible.
En medio de este momento tan desolador, es necesario aferrarnos a lo que somos y reconocernos en las dimensiones que nos dan identidad. Por un lado, nuestra dimensión pedagógica, nuestro status de docentes, habitantes indispensables de la escuela, ese templo laico creado por el Estado, lugar de certezas y convicciones activas, presentes y abiertas, cuya función es indelegable e imprescindible para recuperar el sentido de la convivencia ciudadana. Por el otro, nuestra condición de trabajadoras y trabajadores de la educación que defienden sus derechos. Ambas dimensiones son las referencias de principios fundamentales para una ciudadanía responsable.
Mantener en pie la herramienta que alfabetiza, escucha, que aprende y resuelve las claves existenciales de estudiantes y familias sigue siendo nuestra bandera y es desde las escuelas donde es posible recrear climas de aprendizaje y de convivencia.
La potencia de la escuela pública argentina se fortalece cuando reconoce a sus estudiantes, respeta sus preferencias, identidades y pertenencias; cuando las y los hace presentes en un lugar común que dialoga con las diferencias, valora las historias y (re)construye acuerdos de convivencia. La escuela como gran organizadora de lo común y lo público, con docentes como agentes imprescindibles que dan sentido al presente construyendo el futuro.
La puesta en valor de nuestra labor y de lo que vamos construyendo colectivamente parte de reconocer el tamaño y la profundidad de la crisis, pero también los avances que pudimos y supimos lograr, enfrentando los problemas y las dificultades desde el quehacer cotidiano, con la convicción de que es la educación pública, inclusiva y de calidad y la escuela como espacio legitimado social y políticamente desde donde pondremos límites a la incertidumbre.
Quienes veneran al mercado como organizador del mundo y sus habitantes han multiplicado sus ataques hacia la educación pública. Saben que para construir una subjetividad individualista, desoladora, competitiva y carente de toda solidaridad es preciso que la escuela deje de ser la referencia de lo común y lo solidario. A fines del siglo XIX, la Generación del ‘80 comprendió la importancia de imaginar la utopía escolar como parte de la construcción de una nación y de una ciudadanía capaz de convivir en libertad y con derechos, consenso que no fue modificado ni con el radicalismo, ni con el peronismo, ni con las dictaduras a lo largo de los siglos XX y XXI.
Hoy asistimos a un feroz ataque a lo público y, particularmente, a la escuela pública, porque saben que allí se juega gran parte del presente y futuro de nuestra ciudadanía, de nuestros derechos. Como trabajadoras y trabajadores que portan ese mandato ciudadano, como trabajadoras y trabajadores del conocimiento y del saber, como responsables en la defensa y protección de las niñeces y juventudes, no permitiremos que el mesianismo del “mercado” destruya nuestras luchas, nuestras conquistas, nuestra valiosa historia.
(*) Secretario General de UEPC
educar en Córdoba | No 41 | Octubre 2023 | Año XXII | ISSN 2346-9439
Artículo: De crisis, transiciones y desafíos