La voz como territorio

Gastón Testa

Hace poco menos de un año me incorporé al equipo docente del Coro “Andar Cantando” (IPEM nº 199, barrio Panamericano, Córdoba), que forma parte del Programa de Coros y Orquestas Juveniles del Bicentenario. Impulsado por el Ministerio de Educación de la Nación y ejecutado a través de las provincias, este programa tiene como referencia primera el modelo colectivo de enseñanza musical concebido, en 1975, por el músico y maestro venezolano José Antonio Abreu (surgido como una herramienta que ofrece la posibilidad de vincular con la escuela a los jóvenes que se encuentran fuera del sistema educativo), y está dirigido a niños y jóvenes que asisten a escuelas ubicadas en zonas desfavorables a lo largo de nuestro país.

Me sentí convocado a participar por el espíritu profundamente inclusivo que domina la propuesta, y por su perfil democratizador, en el mejor sentido: no solo intenta propiciar el acceso de sectores excluidos a la posibilidad de conocer y disfrutar de determinados bienes culturales, sino también la creación de espacios, donde estos chicos se vuelven protagonistas, creadores, artífices. Y más aún: en un formato musical que durante mucho tiempo pareció reservado al circuito cultural de las clases acomodadas (instrumentos sinfónicos, formación coral, etc.). Su perfil integrador es quizás más relevante que el artístico: crea espacios de participación comunitarios, donde la música puede volverse un puente, integrando familias, niños y jóvenes, docentes y escuelas, fortaleciendo entonces ya no solo la oferta educativa de estas últimas, sino también su inserción social, su capacidad de dar más y mejores respuestas a la complejidad de la vida social en los márgenes.

La voz se ofrece como un territorio, una materia ultrasensible y potente, en relación con el desarrollo de la propia identidad. Cantando, le doy entidad sonora a aquello que también soy, pero no se puede ver ni tocar. Trabajar la voz, el canto, en un espacio que para poder funcionar requiere –además de sonar y hacerme oír- no “perder de vista” la voz de los otros, se ofrece como una experiencia privilegiada para el estímulo y la creación de lazos y valores positivos. Y más allá de estas apreciaciones un poco abstractas (aunque imprescindibles para proyectar este tipo de trabajo), en estos meses de labor, en los que uno va asociando las caritas de los pibes primero con un nombre, después con una voz, y luego -aunque sea un poquito- con una historia, a menudo percibe situaciones que parecen indicar que algo valioso está ocurriendo. Como cuando algunos de los chicos del coro empiezan a venir con todos sus hermanitos (estén o no en la escuela); o cuando esos chicos que en los ensayos casi nunca cantan, apenas mueven los labios sin emitir sonido, son los que nunca faltan y tienen asistencia perfecta; o cuando los ves lagrimear de alegría en los encuentros nacionales de coros que ofrece el Programa.

educar en Córdoba | no 31 | Junio 2015 | Año XI | ISSN 2346-9439
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