Editorial

Aferrarnos a nuestro trabajo de enseñar

Juan B. Monserrat

En medio de un sinnúmero de tensiones por las que atravesamos, la escuela se sigue debatiendo en su esencia. Sigue de pie y nosotros, los docentes, seguimos sosteniendo valores en los que obstinadamente creemos y entendemos son el andamiaje necesario para vivir en una sociedad democrática.

Somos los que día a día ponemos en marcha los rituales que forman parte de la identidad escolar, pero por sobre todo, somos trabajadores militantes de la solidaridad, del esfuerzo como instrumento de superación, del trabajo como expresión del pertenecer y aportar individual y colectivamente, del estudio y el conocimiento como herramientas liberadoras, del ahorro como la previsión necesaria ante futuras contingencias, de la constancia y la perseverancia en las convicciones, en el respeto por el otro y la tolerancia para aceptar las diferencias.

En diciembre, y como todos los diciembres, finaliza un nuevo año escolar, un año de trabajo y esfuerzo en cada una de las escuelas de la provincia. Es un mes de balances, de actos escolares, de culminación de ciclos y de etapas. Es la escuela el sitio donde transitan esperanzas y alegrías, el lugar válido para la preservación de la infancia, y el dispositivo socialmente consolidado donde se aprende a ser ciudadanos.

En diciembre, y como todos los fines de año de hace muchos años, las tensiones se agudizan, los deseos se hacen demandas y las demandas se hacen grito. Nos vamos acostumbrando a que los diciembres nos sorprendan con formas ciudadanas que no están en nuestras currícula, pero que existen, se expresan y visibilizan, nos interpelan y movilizan, nos hacen reflexionar sobre el valor de nuestro trabajo, de su importancia y trascendencia, pero también nos colocan ante un gran interrogante acerca de si la escuela expresa cabalmente esa pulsión que se debate entre la construcción y la destrucción de los cimientos donde se yergue.

En diciembre, y como el de 2001, este de 2013, con sus más y con sus menos, con sus particularidades y singularidades, con sus contextos y coyunturas, irrumpe con violencia, cuestiona una vez más el “orden”, y el Estado -esa herramienta poderosa que nos debe proteger, que nos debe cobijar, que nos debe contener-, se muestra ausente, impotente, carente de dar las respuestas necesarias a las demandas ciudadanas.

Se han expuesto análisis e interpretaciones de los hechos y de sus consecuencias. Para nosotros se trata de un nuevo capítulo de la tensión eterna y permanente entre la igualdad y la desigualdad, entre la justicia y la injusticia, entre lo colectivo y lo individual, entre la política y la economía; en definitiva, entre el Estado y el Mercado.

Comienza un nuevo año, y los “saqueadores del mercado”, los formadores de precios, desde su lugar dominante, despojan a la sociedad de sus esperanzas de mayor igualdad impidiendo el acceso a los bienes imprescindibles para la supervivencia, aumentando los precios en porcentajes superiores a los incrementos salariales logrados en las negociaciones colectivas.

Esta lógica mercantilista, utilitarista e individualista, atraviesa nuestro cotidiano. Los que tienen una posición dominante imponen “su ética”, un “orden” violento y desolador al conjunto de los ciudadanos. Su “realidad”, su mirada acerca de lo que sucede diariamente, tiene parámetros visibles en la variación de los precios, los gastos y superávits. Para el mercado, pensar en los sujetos, en los individuos, en los ciudadanos, es pensarlos en tanto consumidores, y valorarlos según lo que cada uno tiene, porque según su entender es lo que cada uno merece tener.

Lo vivido ayuda a comprender la complejidad de nuestros desafíos: la asonada policial del 3 y 4 de diciembre de 2013, los saqueos, la desolación, los desaciertos del poder político, las pérdidas de bienes y de vidas, la carencia de un orden legítimo que reponga lazos de convivencia, el mercado en estado puro, llevándose el valor de los salarios y los ingresos de los trabajadores, la codicia, la avaricia y, principalmente, la violencia. Dolor, tristeza y desconcierto golpean nuestras convicciones y esperanzas, pero seguimos sosteniendo que nuestra presencia como trabajadores de la educación es decisiva.

Cuando pensamos en la presente edición, quisimos testimoniar nuestro trabajo, el esfuerzo que implica sortear cuanto obstáculo se nos presenta, no como declaraciones que testimonian posiciones políticas, ideológicas o filosóficas, sino asumiendo la experiencia vital de que nuestro trabajo es enseñar con palabras, y que su resultado es construir solidaridad y fraternidad.

Tenemos convicciones que hemos logrado atesorar. Son parte de nuestro patrimonio, es nuestra identidad, es nuestro compromiso con el cuidado de la infancia y de la juventud. Somos trabajadores organizados, activos ciudadanos comprometidos, que hemos repuesto un estado garante de la educación y nuestra función es sinónimo de humanismo, igualdad, democracia y justicia social. Somos la escuela, el lugar donde se forman ciudadanos, el espacio legitimado por donde transitan esperanzas y alegrías.

Lograr transmitir lo mejor de nuestra herencia histórico-cultural es la tarea diaria, pero la realidad nos va golpeando duro, haciéndonos crecer con nuevas experiencias, que nos dicen que debemos sumar más actores dispuestos a fortalecer esta misión de la sociedad, a través de la escuela y del trabajo que ahí desarrollamos.

Comprobamos fehacientemente, una vez más, que la escuela sola no puede reponer lazos ciudadanos que nos permitan alcanzar la dignidad entre todos. Debemos fortalecerla con la participación de las familias y los estudiantes. Resulta clave repensar los modos de organización del trabajo escolar, allí radica una posibilidad cierta de que la escuela sea sinónimo de justicia social.

Enfrentamos el desafío de reinventar más y nuevas palabras, de construirlas democráticamente, de encontrarles nuevos sentidos e interpretaciones, porque son el resultado de nuestro trabajo, son parte de nuestros logros, el único modo de que una sociedad menos injusta sea posible.